Hernández Betancur, Luis Fernando 05-08-2019 - Patrimonialidad y regalismo. La identidad histórico jurídica del Derecho Minero y Petrolero Colombiano
Sumarios
El Derecho minero y petrolero colombiano es un ordenamiento especial, formado a lo largo de centurias a partir de la confluencia de dos grandes categorías implantadas por España durante el período colonial: la patrimonialidad, esto es, la existencia de una suerte de derecho de propiedad del Estado en relación con el subsuelo y los recursos naturales no renovables, y el regalismo, entendido como la participación de la organización política en los beneficios económicos derivados de la explotación de dichos bienes. Este régimen, objeto de importantes pendencias en los últimos años, a raíz de los reclamos sociales en torno a la participación comunitaria en los beneficios de la explotación de la riqueza de la tierra, sus impactos ambientales y las facultades de las municipalidades en su regulación, entre otros tópicos, amerita, además de los estudios dogmáticos ordenados a escudriñar el sentido de sus disposiciones y las aproximaciones socio-económicas que indagan por los efectos de dicha estructura formal, una revisión histórico-jurídica que ayude a entender el punto de partida que ha marcado en cierta medida el sendero institucional seguido en esta materia. El presente escrito, entonces, pretende brindar algunas herramientas que ayuden a entender los orígenes y consiguiente evolución de muchas de las figuras características del Derecho minero y petrolero colombiano, en el entendido de que tal perspectiva puede ayudar a entender las causas de parte de la arquitectura conferida a tal ordenamiento, en los años sucesivos a la expedición de la Constitución Política de 1991; y a vislumbrar, por tanto, las fuentes más remotas de algunas de las controversias que hoy ocupan la atención política nacional. En este orden de ideas, la premisa fundamental del presente escrito es que el actual Derecho minero y petrolero colombiano resulta ser la síntesis de gran cantidad de elementos políticos, normativos y económicos tan antiguos como complejos, cuya génesis se encuentra en la España bajomedieval y que han sido moldeados por la historia institucional colombiana hasta adquirir identidad propia
En el ordenamiento jurídico colombiano, tanto el subsuelo como los minerales, es decir, los recursos naturales no renovables que yacen, sea en el suelo, sea en el subsuelo, constituyen, por regla general, una manifestación del patrimonio público. En principio, tal proximidad conceptual sugiere que el régimen aplicable a estas categorías jurídicas es el mismo, vale decir, en tanto bienes públicos en sentido jurídico (Pimiento, 2015), parecería plausible colegir que la gestión, custodia y aprovechamiento del subsuelo y de los minerales son atribuciones predominantemente estatales y que, por tanto, tales bienes están regidos por las mismas reglas de juego (Hernández, 2001). No obstante, las connotaciones económicas singulares del subsuelo, por un lado, y de los minerales, por el otro, han conducido a la construcción de regímenes especiales para cada uno de ellos (Sarria, 1960).
En verdad, aun cuando en Colombia tanto el subsuelo como los minerales yacentes pertenecen al Estado, el aprovechamiento del primero a efecto de extraer y comerciar con estos últimos es una industria permitida, siempre, claro está, que dicha actividad respete –o reconozca– la propiedad pública primigenia sobre la riqueza mineral y preserve el derecho del Estado a participar de sus beneficios. Dicho con otras palabras, la comprensión de la naturaleza jurídica del subsuelo y de los minerales, así como la dilucidación de las distintas reglas que se aplican en relación a la gestión y aprovechamiento de cada uno de estos bienes, dependen de la aproximación a esta materia desde dos enfoques complementarios: la patrimonialidad y el regalismo (Molina, 1952).
Patrimonialidad. La Constitución Política de 1991, fiel a una larga tradición, establece que tanto el “subsuelo” como los “recursos naturales no renovables” son bienes integrantes del “patrimonio público” (Pimiento, 2016). Desde el capítulo 4 del Título III superior se deja en claro que el subsuelo es parte esencial del territorio y que, por tanto, pertenece a la Nación. A reglón seguido, para que no se alberguen dudas, el Título XII constitucional, relativo al régimen económico y de la hacienda pública, principia señalando que, salvo excepcionalísimos derechos adquiridos perfeccionados con arreglo a leyes preexistentes, “el Estado es propietario” tanto del subsuelo como de los recursos naturales no renovables (Const., 1991).
De lo dicho se colige que, en general, tanto el subsuelo como los minerales pertenecen al Estado; vale decir, la Nación, como persona jurídica de Derecho público (Pimiento, 2016), por mandato constitucional, se reserva la propiedad de dichos bienes[1]. Tal conclusión, sin embargo, no cierra la discusión en torno al alcance del derecho de propiedad que el Estado ejerce sobre el subsuelo y sus riquezas minerales. De hecho, a partir de las disposiciones aludidas, la jurisprudencia y la doctrina atribuyen naturalezas disímiles a dichos bienes, lo que dificulta la adecuada comprensión de su régimen.
Así, por ejemplo, el Consejo de Estado (1999) y, de paso, algún sector de la doctrina (Peña Quiñones & Peña Rodríguez, 2006) entienden que el subsuelo se incorpora por principio al patrimonio nacional; de hecho, la Constitución Política, en su Artículo 101, lo consagra como un elemento esencial del territorio, aserto del cual el máximo tribunal de lo contencioso administrativo deduce que el subsuelo tiene la connotación de bien de uso público y, por tanto, debe ser preservado con las salvaguardas propias de estos bienes, vale decir, la inalienabilidad, la imprescriptibilidad y la inembargabilidad. Por su parte, las minas y, en cierto sentido, los minerales antes de su extracción (Cañón, 1985), si bien pertenecen al Estado, tienen, según el Consejo de Estado (1999), una naturaleza jurídica diferente, pues, al contrario del subsuelo, ostentan la condición de “bienes fiscales”.
Tal forma de ver las cosas, aunque legitimada por la autoridad del Consejo de Estado y de algunos reconocidos tratadistas, representa sin embargo serios problemas dogmáticos que aconsejan su revisión y, a ser posible, la postulación de una perspectiva diferente. En efecto, ¿cómo puede concebirse el subsuelo como bien de uso público cuando, en general, ningún asociado puede aprovecharlo en forma directa por el simple ministerio de la ley[2]?, ¿cómo puede decirse que las minas son, simplemente, bienes fiscales cuando la Administración no puede comportarse frente a tal propiedad como lo haría un particular?; en fin, ¿la summa divisio de los bienes públicos establecida en el Código Civil –bien de uso público-bien fiscal– es suficiente para aprehender la naturaleza de bienes con connotaciones jurídico-económicas tan singulares e históricamente fluctuantes como el subsuelo y los minerales yacentes?
Para responder a estas preguntas, PIMIENTO ECHEVERRI propone una interesante alternativa conceptual. Según este tratadista, en virtud de lo dispuesto en el inciso 4º del Artículo 101 constitucional, el subsuelo no puede ser entendido, a secas, como un bien de uso público, por cuanto reviste la condición de…
(…) recurso natural cuyo uso se limita a su explotación por parte del Estado o por los particulares que sean titulares de un permiso previo y expreso, en el marco de los límites impuestos por la protección ambiental y por los derechos de comunidades indígenas que se encuentren en el territorio de influencia del proyecto de explotación. (Pimiento, 2016, p. 39).
De tal planteamiento, a su vez, puede colegirse otra conclusión. No solo el subsuelo no es bien de uso público, sino que las minas y los minerales yacentes difícilmente pueden ser tratados como bien fiscal. Dado el plexo jurídico vigente, y aun cuando tratándose de patrimonio público todo aquello que no pueda ser catalogado como bien de uso público ha de reconducirse a la categoría de bien fiscal, por así disponerlo el Artículo 674 del Código Civil, lo cierto es que no solo la organización pública no puede, simplemente, disponer de las minas y los minerales yacentes como si de propiedad privada se tratase[3], sino que tales bienes están revestidos de un conjunto de salvaguardas especiales que enrarecen su categorización.
En efecto, según el Artículo 63 constitucional, además de los bienes de uso público y otras tantas manifestaciones patrimoniales –tales como “los parques naturales, las tierras comunales de grupos étnicos, las tierras de resguardo [y] el patrimonio arqueológico de la Nación”–, la salvaguarda de inalienabilidad –junto con las de imprescriptibilidad e inembargabilidad– puede ser extendida a cualesquiera otros bienes, más allá de pertenecer o no al Estado, siempre que el Legislador considere que esta es una medida idónea y necesaria para preservar el interés público que estos representen en cada momento de la historia (Pimiento, 2015). En desarrollo de tal habilitación, la Ley 685 (2001) dispuso que “los minerales de cualquier clase y ubicación, yacentes en el suelo o el subsuelo, en cualquier estado físico natural, son de la exclusiva propiedad del Estado” (se enfatiza), al tiempo que estableció que esta propiedad es “inalienable e imprescriptible” (cursiva no original) y, por ende, también inembargable.
Así pues, aun cuando, por criterio residual, el subsuelo, las minas y los minerales yacentes, en tanto no caben en la categoría de bienes de uso público, han de encuadrarse en la de bienes fiscales, lo cierto es que, según lo señala PIMIENTO (2016), ese especial carácter…
(…) en nada incide en el tratamiento que el ordenamiento jurídico le da a esa particular propiedad pública, cuyo particular interés para el desarrollo de la economía nacional implica la calificación de la actividad minera como de utilidad pública, así como la creación e implementación de un conjunto de mecanismos de gestión, explotación y valorización, que hace, de cierta manera, innecesaria o inútil cualquier categorización normativa genérica, puesto que son tan importantes la identificación de la propiedad como derecho que une a la Nación (persona jurídica) con el subsuelo, como los mecanismos administrativos establecidos para desarrollarla como instrumento económico.
Por supuesto, lo anterior no significa que la exploración y explotación de las minas a efecto de extraer los minerales sea una potestad exclusiva del Estado; al contrario, la Ley 685 (2001), en desarrollo del Artículo 360 constitucional, admite que los particulares acometan esta industria en forma lícita. Lo que sucede es que tal actividad no deviene de la traslación de la propiedad minera del Estado al particular que la aprovecha, sino de la celebración de un contrato estatal de concesión minera que configura en favor del concesionario “el derecho a explorar y explotar minas de propiedad estatal”, pero reservando la titularidad en manos de la administración concedente a quien, tarde o temprano, revertirán.
En resumen, tanto el subsuelo como los minerales yacentes, incluso en el suelo, son recursos naturales que pertenecen al Estado y que, por su importancia, están sometidos al régimen de salvaguardas previsto en el Artículo 63 de la Constitución Política, vale decir, tanto el subsuelo como los minerales yacentes son inalienables, imprescriptibles e inembargables. No obstante, mientras el subsuelo es un recurso natural cuya gestión y custodia está siempre en cabeza del Estado, los minerales yacentes, sea en el suelo o en el subsuelo, pueden ser explotados y aprovechados por cualquier sujeto debidamente habilitado y, una vez extraídos de su asiento original, pueden ser lícitamente apropiados por cualquiera sin más restricciones que las definidas por el legislador.
Regalismo. Según se dijo, tanto el subsuelo como los minerales son bienes constitutivos del patrimonio del Estado, pero su naturaleza no encaja estrictamente en la summa divisio de la propiedad pública, por lo que su comprensión exige el empleo de otros criterios de análisis. Así pues, lo más acertado, según parece, es entender que el subsuelo y los minerales son recursos naturales pertenecientes al Estado, el cual, atendiendo a sus distintas condiciones materiales, emplea formas diferenciadas de gestión para cada uno, pero que, al final, se orientan al mismo propósito: su maximización económica.
La mejor manera de aprovechar la riqueza estatal representada en el subsuelo y los minerales, por tanto, es explorar y explotar el primero a efecto de extraer y comercializar los segundos. Cualquier sujeto, entonces, tiene el derecho a desarrollar actividades extractivas; pero, dada la predominante patrimonialidad pública del subsuelo y los recursos minerales yacentes, antes de acometer tal industria debe obtener de las autoridades las habilitaciones particulares que correspondan (Constitución, 1991 & Ley 685, 2001) y, tras el éxito de su iniciativa, ha de retribuir al Estado parte de los ingresos derivados de su actividad como contraprestación por la explotación estos bienes (A.L. 05, 2011 & Ley 685, 2011). Así lo puntualiza MEDINA (2016) cuando señala que…
(…) el Estado, además de ejercer soberanía sobre los bienes comunes y ser titular jurídico de los bienes de uso público, se ha reservado el derecho exclusivo de explotación del subsuelo y de apropiarse de sus productos (volviéndose bienes fiscales) o concederlos a los terceros. Sobre el tema del contrato de concesión minera, en la práctica, lo que hace el Estado es permitir que el particular obtenga para sí esos productos, generalmente a cambio de un precio que toma por lo regular la denominación de regalía.
En tal estrategia normativa, con todo y las observaciones o críticas que algunos sectores políticos y sociales puedan formularle[4], es posible entrever un cierto sentido práctico, en la medida en que, sin contravenir la patrimonialidad del subsuelo y los minerales, se reconoce que el Estado, en sí, no tiene ni la vocación operativa ni la solvencia técnico-económica indispensables para el aprovechamiento directo de sus riquezas[5]. De tal suerte, en lugar de reservar la explotación minera al Estado y, de este modo, diferir –cuando no frustrar– la oportunidad de obtener recursos financieros útiles para soportar distintos gastos e inversiones públicas, el ordenamiento jurídico colombiano opta por permitir que terceros especialmente habilitados puedan acometer dicha tarea, siempre que reconozcan que lo hacen en virtud de un título precario (Ley 685, 2001, art. 14, 17 y 45) y que, como consecuencia de ello, paguen “una contraprestación económica a título de regalía, sin perjuicio de cualquier otro derecho o compensación que se pacte” (A.L. 05, 2011, art. 1).
En última instancia, según puede verse, el Estado, como regla general, no extrae directamente las riquezas del subsuelo, pues no está en la capacidad de asumir las inversiones, retos y riesgos que tal actividad precisa. En su lugar, simplemente, la organización política concesiona y controla su extracción por terceros, al tiempo que recauda una retribución proporcional al beneficio obtenido por quien desarrolla esta industria.
A fin de cuentas, lo importante es procurar la extracción del recurso, pues ello, según las reglas vigentes, asegura un beneficio a las arcas públicas; y es que, aun cuando los recursos naturales no renovables pertenecen al Estado, parece más benéfico –al menos en el corto y, quizá, en el mediano plazo– permitir que un tercero, debidamente habilitado y supervisado, los extraiga a cambio de una ganancia neta para el Estado que pretender que este, en un alarde de soberanía que se opone a sus posibilidades materiales, los extraiga directamente para que así pueda apropiarse de toda la utilidad. De hecho, cuando se trata del subsuelo y los minerales, lo realmente importante no es tanto su titularidad, “sino la explotación, o dicho de otra manera, quién obtiene los beneficios de la extracción, cuándo y cómo” (Sánchez, Barranco, Castillo & Delgado, 1997); y el Estado, sin duda, se asegura una parte representativa de tales rendimientos por medio del cobro de las regalías, sea que se asuma que estas lo compensan por el hecho de la explotación por un tercero de sus riquezas, sea que se entienda que estas son apenas una renta que deviene del hecho mismo de la explotación, indistintamente de si el recurso pertenece al Estado o, por excepción, a los particulares.
Justificación y plan de la exposición. La patrimonialidad estatal del subsuelo y los minerales, así como la posibilidad de que terceros los exploten a cambio de una contraprestación a favor del Estado no son, en estricto sentido, innovaciones de la Constitución de 1991, ni mucho menos notas autóctonas –aunque sí definitorias– del Derecho minero y petrolero colombiano. Al contrario, la patrimonialidad y el regalismo no son sino el reflejo del legado institucional ibérico en la conformación de nuestro ordenamiento jurídico. Sin duda, las reglas analizadas en el acápite precedente son apenas la síntesis formal de una larga tradición de economía extractiva y del inveterado celo mostrado por la organización política en orden a participar de los beneficios de dicha actividad (Colmeiro, 1850). El estudio del régimen del subsuelo y sus recursos, sin duda, ha de soportarse en el rastreo de sus raíces históricas. De esta suerte, en adelante se revisarán los distintos períodos de la regulación de la actividad extractiva y de las disposiciones hacendísticas que le fueron aplicables desde la España bajomedieval hasta finales del siglo XX, momento en el cual habría de transitarse del análisis histórico a la revisión y crítica del Derecho vigente.
En este orden de ideas, en las líneas subsiguientes (I) se estudiarán los orígenes de las categorías patrimonialidad y regalismo en las normativas reales españolas de los siglos XIII y siguientes. A renglón seguido, (II) se revisará cómo el descubrimiento del Nuevo Mundo y la ambición por explotar sus riquezas determinaron la irrupción de reglas especiales, particularmente en lo relativo a la perspectiva fiscal de la materia minera. Este par de acápites, por supuesto, revisten singular importancia en el desarrollo de este escrito, en la medida en que las bases sentadas en el régimen minero y hacendístico medieval y colonial dejaron huellas indelebles en la sustancia de nuestro ordenamiento jurídico, tal cual puede corroborarse al revisar (III) no solo la pervivencia directa de la normativa minera hispana en el Derecho nacional durante casi todo el siglo XIX, (IV) sino también su inmanencia en la construcción de un sistema propio tras la abolición formal de las leyes españolas en 1887. De hecho, (V) los principios patrimonial y regalista que inspiraron la materia en estudio desde la Edad Media fueron los que infundieron un carácter especial al Derecho aplicable a la explotación de los recursos naturales no renovables a partir de las concesiones petroleras de principios del siglo XX.
I. Patrimonialidad y regalismo en la España bajomedieval [arriba]
Cuando menos desde el siglo XIII, el ordenamiento jurídico hispano comenzó a incorporar reglas especiales relativas a la titularidad de las riquezas minerales o patrimonialidad y a la participación de la organización política en los dividendos provenientes de su extracción o regalismo. Sin duda, la patrimonialidad y el regalismo constituyeron la base conceptual del Derecho minero español desde sus más remotos orígenes y determinaron el carácter especial de los ordenamientos que, como el Derecho minero y petrolero colombiano, se construyeron a partir de esta herencia (De Gamboa, 1761). Tales previsiones, particularmente las relativas a la patrimonialidad[6], constituyeron una interesante toma de distancia frente a la tradición romana[7] que, en términos generales, inspiraba la institucionalidad ibérica (Escudero, 2003). Como se sabe, el Derecho romano, más allá del reconocimiento de algunas servidumbres legales (Petit, 2011) –o, más exactamente, delimitaciones por razones de vecindad–, profesaba el más profundo respeto por la propiedad y formulaba amplísimos poderes en favor de los propietarios inmobiliarios sobre sus fundos, lo que les permitía aprovecharlos ilimitadamente, esto es, desde el cielo hasta el infierno (Pimiento, 2016); el Derecho hispano bajomedieval, entre tanto, comenzó a incorporar cotas en los contenidos del dominio inmobiliario por medio de delimitaciones vecinales, primero, y procomunales, después (Hernández, 2014), hasta llegar a restricciones fuertes que se manifestaban, por ejemplo, bajo la forma de gravámenes profundos a su alcance e, incluso, de traslación de ciertos bienes tradicionalmente privados al dominio público (Santaella Quintero, 2010). Tal fue el caso del subsuelo y de las riquezas que de allí se extraían, según puede concluirse de la revisión de antiguas normativas como (1) Las Siete Partidas, (2) el Ordenamiento de Alcalá y (3) el Ordenamiento de Briviesca[8].
1. Las Siete Partidas
Ya en Las Siete Partidas es posible identificar los primeros esbozos de la patrimonialidad y el regalismo como notas esenciales en la configuración del régimen minero español. Estas primeras formulaciones, sin embargo, no fueron del todo contundentes. De hecho, la sistematización de tales categorías dependió, en un primer momento, de su inferencia a partir de disposiciones relativas a temáticas distintas a la minería propiamente dicha.
La patrimonialidad fue, quizá, el supuesto jurídico más oscuro en sus orígenes. Su presencia en la formación del Derecho minero español apenas si podía deducirse de la atenta revisión de algunas de las disposiciones relativas a la guarda del monarca y su descendencia –qual debe seer el pueblo en guardar al rey et sus fijos–. En efecto, en la Ley V del Título XV de la Segunda Partida se señalaban las reglas aplicables para asegurar que “el señorío sea siempre uno, et no lo enagenen nin lo departan”. Entre tales reglas se destacaba que, a fin de conservar la indivisibilidad del reino, “quando el rey fuere finado et el otro nuevo entrare en su logar […] nunca en toda su vida [este podrá departir] el señorio nin [enagenarlo]”. De hecho, para reforzar esta restricción al poder real, la mencionada disposición establecía que “quando el rey quisiere dar heredamientos á algunos” no podría hacerlo “sobre aquellas cosas que pertenescen al señorio” entre los cuales, por cierto, se enunciaban las “mineras”. Así pues, a pesar de que no se señalaba expresamente que las minas pertenecían al patrimonio real, era cuando menos posible deducir que tales bienes eran, ya un derecho de la Corona, ya una manifestación patrimonial inescindible del reino mismo, razón por la cual ni siquiera el monarca podía transferir en forma plena e irrevocable a ninguno de sus súbditos[9].
El regalismo, por su parte, era bastante más claro en el texto de Las Siete Partidas. Dicha codificación, en efecto, definió medidas especiales para procurar la participación de la Corona en las rentas que de allí pudieran obtenerse (Colmeiro, 1850). Fue así como en la Ley XI del Título XXVIII de la Tercera Partida se dispuso que “las rendas de las salinas […], et de las ferrerías et de los otros metales, […] son de los emperadores et de los reyes”. Tales rentas, según se desprende del texto legal, debían pasar a manos de los monarcas, casi por disposición de Derecho natural, en la medida en que eran el modo más propicio para que pudieran “mantenerse honradamente […] sus despensas, et […] amparar sus tierras et sus regnos et guerrear contra los enemigos de la fe”, pues de otro modo habría sido imprescindible obtener estos mismos recursos a partir de la imposición de gravámenes a la población o, como lo señalaba la propia ley, “echarles muchos pechos [a sus pueblos] et facerles otros agravamientos”. Ahora bien, desde un punto de vista cuantitativo, según enseñaban los glosadores de la época, las rentas reales por la explotación minera ascendían a un décimo cuando la mina era ajena y a dos décimos cuando pertenecían al patrimonio real, pero se entregaban a terceros para su explotación (Molina, 1952).
2. El ordenamiento del Alcalá
Estos primeros pasos del Derecho minero español, en los cuales la patrimonialidad no era del todo clara y el regalismo, por tanto, carecía de un soporte jurídico inequívoco, comenzaron un lento pero decidido proceso de esclarecimiento. Un primer paso fue dado a mediados del siglo XIV; en efecto, el Rey ALFONSO XI, en el célebre Ordenamiento de Alcalá (1348), decretó que, además de las rentas previstas en Las Siete Partidas por la explotación de minerales, “todas las mineras de plata, i oro, i plomo, i de otro qualquier metal, de qualquier cosa que sea, en nuestro Señorio Real […], i asimesmo las fuentes, i pilas, i pozos salados, que son para facer sal” pertenecerían en adelante a la Corona.
Esta normativa, por lo tanto, estableció una relación inescindible entre la propiedad de las minas y la exigencia de rentas por su explotación. Dicho con algo más de detalle, las riquezas minerales –cuando menos algunas de ellas– fueron declaradas como patrimonio de la Corona; tal declaración, sin embargo, no implicó la dedicación de la organización política a la actividad extractiva, ni menos la exclusión de los particulares de dicha industria. La minería desarrollada por los súbditos siguió siendo un quehacer lícito; no obstante, su ejecución no era libre, en tanto precisaba, bien de la expresa habilitación real, bien de la existencia de un derecho adquirido a la explotación derivado del aprovechamiento de la riqueza de la tierra por tiempo inmemorial. De lo dicho se colige que lo que el monarca pretendía con la aludida disposición era legitimar las rentas obtenidas de la minería, en tanto el privilegio concedido o reconocido para extraer los minerales pertenecientes a la Corona conllevaba siempre el deber a cargo del minero de retribuir al Rey “las rentas dello” (Ordenamiento de Alcalá de Henares).
3. El Ordenamiento de Briviesca
Años más tarde, el Rey JUAN I, consciente de la importancia que las rentas mineras revestían para las finanzas de la Corona, adoptó medidas especiales para fomentar la búsqueda de estos materiales y, por consiguiente, incrementar el recaudo de la participación que por este concepto correspondía a la organización política (Ortíz, 1992). Al efecto, en el Ordenamiento de Briviesca de 1387, según se preceptuó en la petición 52[10], el monarca, persuadido de que “estos nuestros Reinos son abastados, i ricos de mineros”, determinó que toda persona, previa obtención de la merced real pertinente, podía “buscar, i catar, i cavar” bien en su predio, bien en la heredad de un tercero “las dichas mineras de oro, i plata, i de azogue, i de estaño, i de piedras, i de otros metales”, siempre que con su intervención no causasen perjuicio a terceros y, en caso de “buscar, i catar, y cavar” en predio ajeno, lo hiciesen “con licencia de su dueño” (Molina, 1952).
Asimismo, a efecto de esclarecer el alcance de los derechos de la Corona, esta normativa determinó el monto preciso de su participación en “lo que se hallare de los dichos mineros, i se sacare”. Así pues, el mencionado ordenamiento señaló que con los recursos extraídos se pagarían, en primer lugar, las costas de la explotación; el remante, por su parte, se dividiría, dejando “la tercia parte […] para el que lo sacare, i las otras dos partes para [la Corona]”[11]. Vale la pena resaltar, en fin, que el monto de este gravamen, si bien ofreció certeza en cuanto a los derechos de la Corona en la actividad minera, redundó en la inoperancia –al menos parcial– de este ordenamiento, pues, ante la exorbitancia de la participación real en los beneficios de la explotación de los minerales, los descubridores de minas preferían explotarlas de manera clandestina o, simplemente, no explotarlas; esta circunstancia, como se verá, propició la modificación de estas reglas durante el siglo XVI, pues, de otro modo, no habría sido posible fomentar la minería en España y en sus dominios (Rivadeneira, 1977).
II. Participación de la corona en la explotación minera en Indias [arriba]
A partir del siglo XVI, la opción institucional adoptada por la monarquía española en torno a la declaración normativa de pertenencia a la Corona de las riquezas minerales y la participación –de índole fiscal– en su aprovechamiento cobraron un matiz especial (Sarria, 1960). Sin duda, el descubrimiento del Nuevo Mundo y la apropiación de sus inconmensurables riquezas minerales representaron para la monarquía ibérica una oportunidad histórica para el incremento de sus arcas y, por ende, de su poder e influencia en Europa, razón por la cual tanto los Reyes Católicos como sus sucesores echaron mano de todas las argucias políticas y jurídicas necesarias para asegurarse semejante botín. Fue justamente en este contexto (1) que los monarcas españoles reforzaron los instrumentos formales que les procurasen la propiedad de las minas de ultramar, al tiempo que (2) establecieron reglas especiales para incentivar su explotación conservando la participación en los rendimientos de tal industria.
1. La propiedad de las minas en las Indias Occidentales
En virtud de la influencia ejercida sobre la Sede Apostólica, los Reyes Católicos lograron que el Papa ALEJANDRO VI, por medio, entre otras disposiciones pontificias, de la célebre Bula inter caetera de 1493, les donase (Sánchez - Arcilla, 2000) “todas las yslas e tierras firmes [descubiertas i por descubrir] hacia el occidente i mediodía […] con todos los señoríos de las dichas tierras, civdades, fuertes, lugares, villas, derechos, jurisdicciones, i todas sus pertenencias” y les confiriese, como verdaderos señores de dichas islas y tierra firme, “pleno, libre, lleno i absoluto poder i jurisdiccion” sobre los bienes y las gentes de tales dominios. La mencionada donación papal, más allá de las discusiones teológicas y jurídicas que se suscitaron en torno a su legitimidad (De Solorzano, 1703), “fue tenida como el título jurídico suficiente para sustentar el derecho de dominio de los reyes de España sobre las Indias, sus habitantes y sus recursos naturales” (Suescún, 2008).
Como resultado de lo anterior, en adelante, tanto el territorio indiano como los bienes en él existentes se consideraron propiedad de los monarcas ibéricos, esto es, cualquier bien pasible de apropiación y del que pudiese derivarse algún beneficio económico pasó a ser bien realengo (De Solorzano, 1703). Tal título jurídico, por tanto, permitió a la Corona el aprovechamiento de las riquezas indianas, ya por la gestión directa de la burocracia a su servicio, ya por la acción de terceros que, por virtud de merced (Ots, 1959) o capitulación real (Ots, 1940), podían emprender expediciones a los nuevos territorios para extraer recursos naturales, desarrollar actividades comerciales o ejercer monopolios mercantiles a cambio del pago de determinados derechos fiscales (Friede, 1989).
Las minas, por supuesto, constituyeron un buen ejemplo de este régimen jurídico (De Solorzano, 1703). En efecto, casi desde el Descubrimiento comenzó a circular el relato de que, en los nuevos dominios, el oro y la plata estaban al alcance de la mano. Tal abundancia de metales preciosos y de otras tantas riquezas minerales condujo a los Reyes Católicos a reservarse, en un primer momento, “el aprovechamiento de todas las minas que se descubrieran en las Indias, salvo aquellas de las cuales se hiciera concesión especial” (Ots, 1982).
No obstante, las dimensiones de los yacimientos eran tan significativas y el territorio tan vasto y prometedor que muy pronto los nuevos dominios reales se llenaron de adelantados que extraían los metales y riquezas sin la previa obtención de una merced o capitulación, por lo que los monarcas se vieron forzados, tras el infructuoso expediente de la proscripción y el castigo (Cédula Real, 1501), a adoptar a partir de 1504 una política minera especial para las Indias Occidentales que permitiese, no solo el descubrimiento y laboreo de minas por parte de los funcionarios reales y de los sujetos agraciados con merced o capitulación real (Ots, 1940), sino también, en virtud de una habilitación general, la actividad de cualquier súbdito a cambio del pago de un tributo (Sánchez - Arcilla, 2000), en lo que DE SOLORZANO (1703) denominara el régimen de minas comunes.
Como puede verse, en términos generales, el modelo institucional de la minería dispuesto por los Reyes Católicos en los dominios indianos y conservado en lo fundamental en la fase de Conquista y, más tarde, durante el período colonial, no distaba mucho del ordenamiento minero vigente en la Metrópoli. En verdad, la patrimonialidad y el regalismo, categorías inspiradoras de este régimen, se conservaron incólumes durante siglos (Vergara, 1989); prueba de tal afirmación reside en el hecho de que los primeros monarcas Habsburgo expidieron algunas normativas que daban cuenta de la habilitación general para la explotación por cualquier sujeto de las riquezas mineras pertenecientes a la Corona[12], por un lado; y, por el otro, el pago de un derecho fiscal como retribución a los monarcas por tal actividad[13] al estilo de las normativas medievales. Así pues, aun cuando por medio del régimen de capitulaciones los monarcas concedieron la propiedad de sus bienes en el Nuevo Mundo a este o aquel súbdito (Ots, 1940), lo cierto es que “las leyes coloniales no parecen haber otorgado la propiedad del subsuelo” (Pimiento Echeverri, 2016), esto es, el otorgamiento de un bien raíz; por ejemplo, no conllevaba la apropiación del subsuelo, sino, únicamente, de la superficie[14].
2. Un modelo regalista especial para el Nuevo Mundo. La dualidad fiscal
A pesar de las proximidades resaltadas en el acápite anterior, el régimen jurídico de las minas en América se separó del ordenamiento vigente en la Metrópoli en su componente hacendístico. A diferencia de las normativas medievales antes resaltadas e, incluso, de las reformas al ordenamiento minero para España introducidas por FELIPE II en la Real Ordenanza de 10 de enero de 1559, en cuya virtud se exigían dos terceras partes del provecho obtenido por la actividad extractiva, las leyes de Indias destinaban para la Real Hacienda, como regla general, una participación apenas de la quinta parte de los beneficios (Vélez & Uribe, 1905) o, como se la llamaba entonces, el quinto real[15]. Tal diferencia, probablemente, obedeció al hecho de que, a diferencia de lo que ocurría en España, en donde el escaso laboreo de las minas derivaba del ocultamiento de los yacimientos por parte de los terratenientes a efecto de impedir que terceros aprovechasen los recursos de sus fundos, el descubrimiento y explotación de las minas en América debía vencer problemas mucho más graves, tales como la distancia con la Península, las dificultades que el entorno tropical representaba para los adelantados y, más tarde, para los colonizadores; y, en fin, el grave peligro en que se incurría al transportar a Europa las riquezas obtenidas, razón por la cual los monarcas, a efecto de concitar el interés de los mineros y así acrecentar sus propias arcas, debían ofrecer incentivos mucho más atractivos que los vigentes en España.
En resumen, dadas las características expuestas, es posible aseverar que, con ocasión del descubrimiento y consiguiente conquista y colonización de América, el Derecho minero español se dividió en dos ramales: un Derecho minero español propiamente dicho, contenido, en términos generales, en las ordenanzas mineras de 1559 (Colmeiro, 1850) y 1585 (Ortiz, 1992), y un Derecho minero indiano que, además de aplicar las reglas generales del primer ramal en forma supletiva (Ortiz, 1992), se rigió por disposiciones especiales contenidas en cédulas y cartas reales expedidas a lo largo de los siglos XVI a XVIII, compiladas algunas de ellas en el gran cuerpo normativo de CARLOS II en 1680, así como por otras tantas normativas posteriores (Aguilera, 1965) entre las que destacaron algunas codificaciones singulares como la Ordenanza de 1783 conocida como Real Ordenanza para la direccion, rejimen y gobierno del importante cuerpo de la Minería de Nueva España y de su Real Tribunal Jeneral. Fue esta última vertiente del Derecho minero la que inspiró la construcción de las normativas mineras que se abrieron paso en las nacientes repúblicas americanas durante el siglo XIX (Vélez & Uribe, 1905), en la medida en que ella perfiló los elementos definitorios de esta materia en los años venideros: propiedad pública del subsuelo, explotación de la riqueza mineral por parte de terceros quienes a cambio se obligaban al pago de un derecho fiscal en favor de la organización política y, en fin, la obligación de labrar las minas como condición para continuar su explotación (Rivadeneira, 1977).
III. Irrupción del ordenamiento minero vernáculo [arriba]
Los albores del siglo XIX representaron para las antiguas colonias españolas en América el comienzo de la vida republicana como síntesis de largos y dolorosos procesos políticos, sociales y económicos que fluctuaron de los levantamientos y rebeliones populares de los siglos XVII y XVIII hacia la emancipación (Liévano Aguirre, 1973). Consolidada la Independencia, uno de los primeros retos en la formación del Estado consistió en la estructuración de un ordenamiento jurídico propio, para lo cual los líderes republicanos, por simple sensatez política, no cabe duda, echaron mano del edificio jurídico legado por España. Tal opción institucional, por supuesto, (1) permitió la pervivencia de las disposiciones y normas mineras vigentes en la época de la Colonia, (2) aun cuando pronto comenzaron a notarse algunas reglas especiales que alteraban la forma de los principios del Derecho minero tradicional o que, incluso, rompían de plano con sus elementos esenciales.
1. Conservación de la herencia hispana
A pesar de que en apariencia el Derecho minero vernáculo, en virtud de la expedición de un buen número de disposiciones especiales, comenzó a tomar notas propias desde los albores de la Gran Colombia, lo cierto es que tanto las reglas relativas a la titularidad de la organización política sobre el subsuelo y sus riquezas, como aquellas que permitían la explotación de las minas a cualquier súbdito a cambio del pago de un derecho fiscal instauradas por el gobierno español continuaron vigentes, ya por remisión directa o aplicación supletiva, ya porque inspiraron las ulteriores codificaciones nacionales (Aguilera, 1965).
Prueba de lo anterior puede ser hallada en el Decreto del 4 de agosto de 1823, el cual, si bien se decantaba por la reserva de las minas de platino para el Estado, lo que constituía, sin duda, un verdadero distanciamiento en relación con el antiguo régimen, concentraba la generalidad de sus disposiciones en facultar al gobierno para el otorgamiento de las minas a los particulares para su explotación a la usanza de la Colonia y remitía expresamente a la Real Ordenanza para la dirección, réjimen y gobierno del importante cuerpo de la minería de Nueva España (1783) en lo relativo a la labranza, fortificación y amparo de las minas.
Otro tanto puede decirse del Decreto del 24 de octubre de 1829 dictado por SIMÓN BOLÍVAR y que, si bien puede tenerse como el primer ordenamiento nacional del sector de minas, es de reconocer que, en general, esta normativa no fue sino un intento por procurar la eficacia de la legislación española aplicable en el ramo, de suerte que “el régimen legal de la [minería], vigente durante la Colonia, se prolongó hasta los primeros tiempos de la República, en que el espíritu de aquella legislación se amplió más aún, nacionalizándose integralmente el subsuelo” (Sarria, 1960). Así pues, según se desprende de los considerandos del llamado Decreto minero del Libertador, la minería, a pesar de ser una de las “principales fuentes de riqueza pública”, estaba completamente “abandonada en Colombia”, de suerte que se precisaba, entre otras medidas, del aseguramiento de la propiedad de las minas “contra cualquier ataque” como prenda de “la prosperidad del Estado”.
Como ya puede intuirse, tal apropiación estatal de las minas fue completamente inspirada por los principios patrimonial y regalista, definitorios ambos del Derecho minero español y, por supuesto, pretendió generar los mismos efectos que tales postulados propiciaban en el régimen depuesto. En verdad, al igual que en el antiguo régimen, el hecho de que la organización política se reservase la propiedad sobre el subsuelo y sus recursos no implicaba ni la dedicación del Estado a la explotación directa de la riqueza minera, ni la proscripción de la actividad privada en este ramo. De hecho, el interés del Estado era, precisamente, la extracción de los minerales, pero por cuenta y riesgo de sujetos especializados, debidamente habilitados y obligados a retribuirle por el derecho a ejercer la minería con parte de los beneficios extraídos.
En este orden de ideas, el Decreto (1829, art. 1) declaraba que “las minas de cualquier clase corresponden a la República, cuyo gobierno las concede en propiedad y posesión a los ciudadanos que las pidan, bajo las condiciones expresas en las leyes y ordenanzas de minas”, en especial, aquellas contenidas en la Ordenanza Minera de Nueva España (1783) (Decreto, 1829, art. 38). De hecho, tal remisión es la clave de la pervivencia de los principios patrimonial y regalista (Aguilera, 1965); en realidad, la mencionada Ordenanza, en su Título V, que trataba “del dominio radical de las minas: de su concesion á los particulares; y del derecho que por esto deben pagar” establecía que las minas pertenecían al Estado y que este, sin separarlas de su patrimonio, podía concederlas a los súbditos bajo dos condiciones: la primera, que el concesionario contribuyese a la Hacienda Pública con “la parte de metales señalada”; y, la segunda, que la mina fuese efectivamente labrada en conformidad con las obligaciones definidas en la ley y en la particular concesión (Rivadeneira, 1977), “de tal suerte que se entiendan perdidas siempre que se falte al cumplimiento de aquellas en que así se previniere, y puedan concedérsele á otro cualquiera que por este título las denunciare”[16].
Es de destacar que, en términos generales, el Decreto Minero de 1829 permaneció vigente durante buena parte del siglo XIX (Aguilera, 1965), de lo que resulta que los principios patrimonial y regalista, propios del Derecho minero de Indias, salvo situaciones especiales que se analizarán más tarde, conservaron su fuerza y vigor durante este periodo. Incluso las reformas puntales al ordenamiento minero, excepción hecha de algunas disposiciones que reservaron a la Nación la explotación de determinados minerales[17] y de lo acontecido durante el interregno federalista, apelaban a la propiedad pública minera y a la habilitación para que terceros pudiesen explotar las minas a cambio del pago de un derecho fiscal como su base principal[18].
2. Un régimen volátil: entre la conservación y la ruptura de la herencia hispana
Pese a lo dicho, es de resaltar que los principios inspiradores del régimen vigente durante los inicios de la vida republicana sufrieron algunas transformaciones durante el periodo de la República de la Nueva Granada, principiado con la Constitución de 1832; las cuales, como se verá, se profundizaron significativamente durante la vigencia de las constituciones de signo federal expedidas en 1858 y 1863, antes de recobrar su fuerza y vigor a instancias de la Constitución de 1886. Así las cosas, el creciente ánimo político en torno al fortalecimiento jurídico y económico de las provincias en demérito de los poderes del gobierno central, que tuvo lugar durante buena parte del siglo XIX, se tradujo en la incorporación de sendas reformas a los principios patrimonial y regalista. Lo anterior puede ser constatado al verificar que en el periodo en cuestión (A) el principio regalista perdió su inveterada identidad con el gobierno central, (B) en tanto que el principio patrimonial fue desfigurándose al punto de que, si así lo decidían las distintas secciones territoriales, era admisible la apropiación privada sobre el subsuelo y algunos recursos minerales.
A. Reglas de aprovechamiento de las regalías
A partir de la década de los 30 del siglo XIX, las notas definitorias del principio regalista comenzaron a fluctuar, si bien no en su sustancia, al menos sí en su forma. En efecto, la explotación de la riqueza del subsuelo, como era tradicional, generaba algunas rentas a favor del Estado, las cuales eran recaudadas y empleadas directamente por el gobierno central para el financiamiento de su gasto. Por esta época, sin embargo, las reglas atinentes a la recaudación y aprovechamiento de las regalías fueron modificándose, lo que permitió que muchas otras manifestaciones de la administración pública pudiesen servirse de las mismas.
En este orden de ideas, la Ley de 16 de mayo de 1836 que adicionó el Código de Régimen Político y Municipal de 1834, dispuso que las rentas que pagaban quienes ostentaban títulos mineros, esto es, los quintos, constituían “rentas provinciales”[19]. Poco tiempo después, la Ley de 20 de abril de 1838 (art. 5), orgánica del crédito nacional, determinó que el producto del arrendamiento de minas de metales y de piedras preciosas y de cualesquiera fincas del Estado se destinaría a satisfacer los intereses de la deuda nacional, vale decir, estas rentas continuaban en manos del poder central, pero su destinación era específica; de hecho, la Ley de 20 de junio de 1853 no solo corroboró, sino que complementó esta regla en la medida en que habilitó al poder ejecutivo para destinar el fruto del canon y la venta de minas a la amortización de la deuda extranjera, pero sin alterar las condiciones aplicables a los quintos[20].
B. Las cambiantes reglas de propiedad sobre el subsuelo y los recursos minerales
Quizá una de las principales características de la historia constitucional colombina durante el siglo XIX fuese la constante fluctuación institucional en lo que toca a la forma del Estado. Así pues, desde los albores de la República, en el periodo que se conoció como la Patria Boba, la pugna entre centralismo y federalismo determinó un sinnúmero de guerras civiles que fueron el telón de fondo de la generalidad de los cambios constitucionales de este período. Tal estado de cosas, como puede intuirse, dejó su impronta en la generalidad de las ramas del Derecho, incluido, por supuesto, el régimen jurídico minero.
A instancias de la Constitución Política para la Confederación Granadina de 1858, por ejemplo, el principio patrimonial legado por la Colonia fue significativamente exceptuado en aras de preservar la autonomía provincial que hacía carrera desde la Constitución Política de la Nueva Granada de 1853 (Uribe, 1996). En efecto, la Constitución de 1858 señaló como bienes pertenecientes a la Confederación “las vertientes saladas que […] pertenecen a la República” y “las minas de esmeraldas y sal gema, estén o no en tierras baldías”, lo que implicaba que el dominio sobre las demás minas pasaba a manos de los Estados confederados (Constitución Política para la Confederación de Granadina, 1858).
Ahora bien, la nueva regla de propiedad sobre el subsuelo comenzó a surtir verdaderos efectos a partir de la Constitución de los Estados Unidos de Colombia (1863), en cuya virtud “los Estados Soberanos que integraban la Federación legislaron sobre las minas que no estaban reservadas por la Unión, [y, en tal virtud], se desconocieron los sistemas dominial y regalista, y la mayoría de yacimientos fueron a pertenecer al dueño del terreno” (Ortiz, 1992).
En efecto, aun cuando de antiguo se admitía la constitución de títulos cercanos al dominio sobre el subsuelo y las riquezas minerales en favor de los particulares, lo cierto es que tales derechos eran precarios, en tanto la organización política, según disponía la Real Ordenanza de 1783, jamás se desprendía de la propiedad sobre las minas y se reservaba la potestad de revocar los derechos conferidos si su titular incumplía las obligaciones fiscales y de explotación o laboreo a su cargo. No obstante, a partir de 1863, las codificaciones mineras estaduales, en general, si bien respetaron la propiedad estatal sobre las vertientes saladas y las minas de esmeraldas y sal y reservaron a los Estados las minas de oro y plata solo para efectos de obtención de derechos fiscales, entregaron el resto del subsuelo con los consiguientes yacimientos a los particulares (Liévano, 1968) consagrando así “el principio de accesión en el cual se confundió el dominio del suelo al subsuelo para definir la propiedad del subsuelo en lo que se ha llamado minas por accesión” (Rivadeneira, 1977).
Tal toma de partido, aunque efímera, dejó secuelas indelebles en el ordenamiento jurídico minero colombiano. Así pues, a pesar de provenir de los ordenamientos estaduales, el reconocimiento legislativo de dominio particular sobre el subsuelo y los recursos mineros fue suficiente para generar derechos adquiridos sobre tal riqueza.
En este orden de ideas, aunque pocos años después la Unión comenzó a desandar la senda del dominio privado del subsuelo por medio de disposiciones como las leyes 13 de 1868 y 29 de 1873 que reservaron a la Nación las minas de carbón, o la Ley 106 (1873), contentiva del Código Fiscal, que reservó la propiedad de las minas de metales preciosos en tierras baldías, fiscales o de uso público, así como los yacimientos y depósitos de carbón, guano, cobre, hierro y azufre; lo cierto es que, durante bastantes años, la atribución de un pacífico carácter público a las minas fue algo excepcional. En verdad, tal condición se predicó en lo sucesivo únicamente de las minas de esmeraldas y sal gema en los términos de las constituciones de 1858 y 1863, las minas declaradas como propiedad de los Estados en las legislaciones seccionales expedidas a partir de 1863 y las minas de los materiales enunciados en el Código Fiscal descubiertas a partir de su expedición (Ortiz, 1992).
Interminables fueron las discusiones en torno a la titularidad sobre las demás minas; casi como si el discurso jurídico circulante por entonces se decantase por la publificación residual. Esta discusión resulta, de hecho, singularmente importante por los efectos jurídico-económicos que representó para el Estado durante los años venideros; no obstante, lo más interesante de este discurso es el protagonismo que logra en la práctica jurídica del país a pesar de carecer de un soporte normativo sólido.
En verdad, en la esfera estrictamente normativa, el Código Fiscal de 1873 había señalado que “las minas de cobre, de hierro y otros metales no preciosos, las de azufre y demás no expresadas en este Título, que se descubran en terrenos baldíos de propiedad nacional, son también de la Unión” (Ley 106, 1873, art. 1126) (itálica no original); de lo que resulta que, en términos legales, la publificación minera era la regla. A pesar de tal disposición, lo cierto es que muchos sectores de marcada tendencia individualista, así como grandes emporios mineros extranjeros, promovieron la tesis del derecho estricto (Liévano, 1968), en cuya virtud la falta de reserva patrimonial expresa por parte del Estado en relación con las minas conllevaba la tácita permisión de su apropiación privada (Constitución de los Estados Unidos de Colombia, 1863, art. 15).
De hecho, fue apenas en virtud de la Constitución (1886) que la Nación, además de la pertenencia sobre las minas de la Unión reconocidas en las constituciones federales, esto es, las de esmeraldas y sal gema, declaró la patrimonialidad pública (Samper, 1951) sobre los yacimientos que pertenecían a los Estados y las demás “minas de oro, de plata, de platino y de piedras preciosas que existan en el territorio nacional”, todo ello sin perjuicio de los derechos adquiridos, bien que hubiesen sido constituidos por los Estados Federales, bien que tuviesen su fuente en leyes anteriores (Vélez & Uribe, 1905), establecidas en beneficio de los descubridores y explotadores de las minas.
Como en su momento lo destacó JOSÉ MARÍA SAMPER (1951), el Legislador Constituyente quiso que, con respeto de los derechos adquiridos en beneficio de terceras personas, las minas y salinas que pertenecieron a los Estados pasaran a manos de la Hacienda nacional. De esta suerte, “si bien quedaban respetados los hechos que se hubieran consumado y los derechos que se hubiesen establecido, con ocasión de las […] minas y salinas antes donadas a los Estados, todos estos bienes, como que afectan a grandes intereses sociales, volvían a ser propiedad exclusiva de la Nación”. La mencionada reivindicación, entonces, se explicaba en el hecho de que “las minas han de ser el fundamento de la mayor prosperidad económica de Colombia, y mal podría funcionar una legislación uniforme sobre este ramo industrial, si el propietario de ciertas minas existentes y por denunciar no fuese la república entera”.
Como puede verse, entonces, el nuevo ordenamiento minero instaurado por la Constitución de 1886, a pesar de reconocer y proteger los derechos adquiridos bajo el imperio de las constituciones federalistas, no fue sino el retorno a la aplicación del principio patrimonial en los términos del Decreto minero de 1829 y, por tanto, una apuesta por la pervivencia del legado colonial. Casi podría decirse que la enunciada reivindicación nacional del subsuelo y las riquezas minerales, además de constituir la reconfiguración de un “atributo de la soberanía” (Caro, 1951), no fue sino el retorno “a las antiguas tradiciones fiscales” (Samper, 1951).
IV. Aparición formal de un régimen minero propio en el contexto de la regeneración [arriba]
El proceso político que culminó con la expedición de la Constitución de 1886, conocido como Regeneración, a efecto de reconfigurar el marco institucional del Estado en su plenitud, optó por derogar no solo el orden constitucional de base federal instaurado en la Constitución de 1863, sino todo otro resquicio de la juridicidad precedente. Pues bien, con miras al logro de tan relevante pilar político, las autoridades nacionales, comenzando por el propio Consejo de Delegatarios, adoptaron tres estrategias normativas principales.
En primer lugar, el Constituyente de 1886 optó por reconstituir la Nación colombiana en forma de “república unitaria” (Constitución, 1886, art. 1), aspecto este que fungía como la piedra fundamental en la que reposaba todo el edificio constitucional (Samper, 1951) y en cuya virtud se hacía necesario adoptar todas las medidas tendientes a fortalecer el poder central en quebranto de los pretéritos privilegios estaduales (Melo, 1989). En segundo lugar, el Constituyente declaró la vigencia provisional del ordenamiento anterior a 1886 bajo el entendido de que mientras no se dispusiese otra cosa, la legislación estadual continuaría rigiendo en cada Departamento; no obstante, según señalaba la Constitución (1886, art. H) “el Consejo Nacional Constituyente, una vez que [asumiese] el carácter de Cuerpo Legislativo, se [ocuparía] preferentemente en expedir una ley sobre adopción de Códigos y unificación de la legislación nacional”. En tercer lugar, como condición para la consolidación de un ordenamiento jurídico nacional plenamente consistente con el espíritu que animaba a la Regeneración, la Ley 153 (1887, art. 15) estableció que “todas las leyes españolas están abolidas”, de lo que resultaba que únicamente podían tenerse como leyes vigentes aquellas que hubiesen sido dictadas por los organismos públicos nacionales a lo largo del siglo XIX y que, en cierta medida, fuesen adoptadas o ratificadas por las nuevas instituciones creadoras de Derecho.
El desarrollo del mencionado marco jurídico, por supuesto, surtió efectos en todos los ramos del Derecho, no sin generar algunas inquietudes en cuanto a su alcance en determinadas materias que, como la minera, fueron particularmente impactadas por esta transformación. En realidad, la aplicación simultánea de tales estrategias en el Derecho minero generó perplejidades e importantes contradicciones en la configuración del régimen jurídico del subsuelo y las riquezas mineras, en la medida en que dichos derroteros poco consideraron sus efectos en relación con la plenitud sustancial de los principios (1) patrimonial y (2) regalista.
1. El principio patrimonial en el marco de la Regeneración
En lo que se relaciona con la reimplantación y pervivencia del principio patrimonial, la aplicación de las estrategias de centralización, unificación de códigos y abolición de la normativa colonial generó importantes consecuencias en la configuración del régimen minero de la Regeneración. Los efectos agregados de tales estrategias no solo afectaban las competencias normativas sobre el subsuelo y los recursos mineros, sino que implicaban serias dificultades en lo relativo a la garantía de consistencia y plenitud del ordenamiento jurídico en esta materia.
Sea lo primero reiterar que la Constitución de 1886 implicó una transformación radical de las competencias de la organización política en relación con la regulación del subsuelo y los recursos mineros. Ciertamente, tanto la Constitución para la Confederación Granadina (1858) como la Constitución de los Estados Unidos de Colombia (1863) dispusieron que todos los objetos que no fuesen expresamente atribuidos, bien a los poderes de la Confederación, bien al Gobierno General de la Nación, eran de competencia de los Estados, por lo que, ante la falta de previsión expresa en favor de la organización central, los Estados, salvo en lo tocante a la sal gema y las esmeraldas, asumieron la competencia de legislar sobre las minas y su régimen dominical (Ortiz, 1992). La Constitución (1886, art. 202), por su parte, centralizó no solo el poder de decidir en torno a la administración y aprovechamiento de los bienes en estudio, sino que confirió su dominio, salvo derechos adquiridos, a la Nación.
Como resultado de este nuevo marco jurídico, se hacía imperativo unificar las reglas en materia minera a fin de evitar la coexistencia de regímenes propiciada por las constituciones de signo federal (Samper, 1951). A pesar de lo dicho, a diferencia de lo que acontecía en ramos como el civil, comercial, judicial o criminal, en donde las codificaciones seccionales variaban entre sí en aspectos adjetivos y puntuales por lo que unificarlas no representaba mayores inconvenientes (Ley 57, 1887, art. 1), las normativas estaduales en materia minera tomaban caminos muy diversos en relación con el principio patrimonial, esencia jurídica de esta rama del Derecho. De tal suerte, adoptar esta o aquella codificación estadual como legislación minera nacional implicaría, por supuesto, un giro copernicano en muchos Departamentos –antiguos Estados–. La prudencia, entonces, aconsejaba la adopción de un código estadual suficientemente cercano a la nueva realidad constitucional, esto es, tan garante de la propiedad pública del subsuelo como fuese posible (Constitución, 1886, art. 202). En este contexto, en fin, los Departamentos en los cuales se había optado por la propiedad privada del subsuelo no tendrían más remedio que adaptarse al cambio, aunque respetando los derechos que hubiesen constituido en favor de terceros (Ley 64, 1886, art. 1).
Finalmente, es de tener presente que el régimen minero, salvo las normas especiales contenidas en el Decreto de 1829 y otras cuantas leyes nacionales, se había soportado muy cómodamente en las disposiciones contenidas en ordenanzas coloniales, en particular la de Nueva España de 1783. En pocas palabras, el Derecho colonial seguía obrando como parte esencial del ordenamiento minero nacional. De esta suerte, abolir las leyes españolas generaba un alto riesgo de anomia, en tanto buena cantidad de supuestos jurídicos en materia minera encontraban en tal normativa su estatuto concreto. Se requería, por tanto, de la escogencia de un código estadual tan completo como fuese posible para mitigar los inconvenientes propios de las lagunas normativas y ello, aun cuando no fue reconocido expresamente, implicaba la toma de partido por aquella legislación más cercana a las disposiciones indianas, pues eran ellas las que mejor recogían los elementos del principio patrimonial que la Constitución (1886, art. 202) reivindicaba como base sustancial de la materia minera.
Como respuesta a tales predicamentos, el poder legislativo adoptó por medio de la Ley 38 de 1887 el Código de Minas del antiguo Estado Soberano de Antioquia, contenido a su vez en la Ley del 4 de diciembre de 1877 de la Asamblea Legislativa de dicho Estado, como Legislación Nacional. En realidad, dada su expedición bajo el imperio del Código Fiscal de 1873, el Código de Minas del antiguo Estado Soberano de Antioquia, a diferencia de la legislación de los otros Estados, no confirió la propiedad de las minas a los titulares del suelo, sino que dejó las cosas “como antes estaban” (Vélez & Uribe, 1905).
La referida normativa declaró que pertenecían al Estado, entre otras, las minas de esmeraldas, sal gema, oro, plata, platino y cobre[21]. Dicho con otras palabras, el Código de Minas adoptado en la Ley 38 de 1887 retomaba la tradición minera de la Nueva Granada vertida en una codificación bastante completa que se había construido a partir del legado institucional ibérico, por lo que la derogatoria de las leyes españolas resultaba siendo un asunto casi formal (Hernández, 2012) y ello, por supuesto, reducía al mínimo los traumatismos potenciales de tal imperativo legal (Ley 153, 1887, art. 15).
Quedaba latente, sin embargo, la disputa jurídico-económica en relación con la propiedad del subsuelo en predios privados, dada la pervivencia del sistema de minas por accesión y de los yacimientos de minerales no enunciados expresamente en la Constitución Política, el Código Fiscal o el Código de Minas como reserva patrimonial del Estado. Tal controversia, a pesar de la aparente claridad del Artículo 202 de la Constitución Política de 1886 y del Artículo 1126 del Código Fiscal de 1873, continuó vigente casi hasta el final del siglo XX y fue atizada por un interminable rosario de disposiciones que, auspiciadas por los intereses de las grandes compañías petrolíferas extranjeras[22], pretendieron el reconocimiento y salvaguarda de propiedad privada sobre algunos recursos mineros o sobre determinadas porciones del subsuelo (Liévano, 1968).
2. El principio regalista en el marco de la Regeneración
En lo que dice relación con el regalismo, la confluencia de las tres estrategias normativas de la Regeneración no parece salir tan bien librada como en el caso de la patrimonialidad. A decir verdad, el marco jurídico de las rentas derivadas de la explotación minera se vio alterado no solo por el afán de centralización fiscal sino, principalmente, por el decaimiento de algunos de sus títulos jurídicos, lo que, al menos por un tiempo, comprometió el recaudo de estas participaciones por parte del Estado.
Lo primero a considerar es que, como parte sustancial de la estrategia de centralización política de la Regeneración, en 1887 se procedió a la centralización fiscal con el propósito de fortalecer al Estado. En virtud de estas reformas, comenta TOVAR ZAMBRANO (1989), algunas rentas, otrora provinciales o estaduales (Ley 16 de mayo, 1836), como las de salinas y de minas, “se trasladaron […] al Estado central”.
Si bien es cierto, la centralización fiscal no parecería representar mayores contratiempos jurídicos o económicos, lo cierto es que tal medida –así como otras tantas reformas–, amén de atraer el rechazo de las élites regionales y, más tarde, su enérgica respuesta política y militar, no fue debidamente articulada con las demás reformas que sobrevinieron como consecuencia de las estrategias normativas de la Regeneración. En efecto, la fiscalidad minera que pretendió trasladarse al gobierno central no se asentaba en la normativa minera propiamente dicha, sino en disposiciones de rentas que no fueron consideradas al momento de la unificación de códigos. Súmese a lo anterior el hecho de que hasta la expedición de la Ley 153 (1887, art. 15), el Estado fundaba su participación alícuota en la explotación de los recursos naturales no renovables en algunas disposiciones coloniales, entre las que destacaba la Real Ordenanza Minera de 1783. Así pues, en virtud de la abolición de todas las leyes españolas, la figura del quinto perdió su soporte normativo expreso y general.
Al momento de adoptar el Código Minero del antiguo Estado Soberano de Antioquía como legislación nacional no se tuvo en cuenta que este no consagraba disposiciones generales que aludiesen a la participación alícuota de la organización política en el producto de la explotación minera. De hecho, parte importante del componente fiscal del ordenamiento minero de Antioquia no se contenía en el Código de Minas estadual, sino que se consagraba en la Ley 110 de 21 de enero de 1881, contentiva del Código de Rentas, el cual, por su especialidad, no hizo parte de la legislación adoptada por la Ley 38 de 1887, por lo que algunos tributos mineros quedaron sin sustento legal por algún tiempo (Vélez & Uribe, 1905).
Lo anterior, por supuesto, no significaba que el Estado renunciase a la reivindicación de derechos fiscales derivados de la actividad minera. Así las cosas, aun cuando la organización política dejó de percibir tanto los quintos por algunas explotaciones, como ciertos impuestos asentados en el Código de Rentas, continuó recibiendo los ingresos derivados del recaudo de algunos tributos asociados al aprovechamiento de los recursos mineros (Vélez & Uribe, 1905).
Al efecto, la Ley 38 (1887, art. 12) consagró un impuesto especial ordenado a reconocer el derecho a la titulación de las minas. A su turno, el Título XI del Código de Minas (1887, art. 143) establecía que la titularidad del derecho a explotar una veta, más allá del hecho mismo de su laboreo, generaba “un impuesto anual, proporcionado á su extensión”. En fin, tanto el Código Fiscal de 1873 como la Ley 64 (1886, art. 4) señalaban que el denuncio y la adjudicación de minas generaban un derecho fiscal perteneciente al Tesoro Nacional (Ley 106, 1873).
Ahora bien, a pesar de la pérdida de su soporte tradicional, el quinto continuó haciendo parte de la fiscalidad minera colombiana, no ya por la vía de la definición de una cláusula legal general que exigiese la participación alícuota en el fruto de la explotación de cualquier mineral, sino en virtud de la exigencia de participaciones particulares en algunos aprovechamientos o en convenciones puntuales. En el primer caso, como antes se había mencionado, desde mediados del siglo XIX el Legislador nacional había expedido una serie de disposiciones que daban asiento explícito al quinto en relación con la explotación de algunos minerales en concreto, entre los que se contaban el oro, la plata y la sal[23]. En el segundo evento, por su parte, el Código Fiscal de 1873 señalaba que la adjudicación de minas y yacimientos podía ser sometida a determinadas condiciones (Ley 106, 1873, art. 1105), motivo por el cual el Gobierno Nacional comenzó a incluir en las concesiones determinadas cláusulas por medio de las cuales exigía la participación alícuota del Estado en la explotación de sus recursos.
V. El largo camino hacia el régimen contemporáneo. Entre lo privado y lo público [arriba]
A pesar de que para 1887 parecía claro que tanto el subsuelo como los recursos mineros pertenecían al Estado y que este, bien por disposiciones especiales, bien por convenios puntuales anexos a cada adjudicación minera, tenía el derecho a recaudar una parte alícuota de los beneficios de la actividad extractiva, lo cierto es que, apenas expedida la Constitución de 1886, el ordenamiento jurídico minero, por las prácticas y discursos circulantes, se alejó bruscamente del tenor constitucional. Hicieron falta muchas décadas para retomar la senda patrimonial y regalista señalada en 1886.
En verdad, a partir de 1887, las leyes mineras, a las que pronto se sumaron las petroleras, dieron tumbos entre la privatización y la publificación del subsuelo y las riquezas minerales, manteniendo este sino hasta la expedición de la Ley 20 de 1969, referente formal a partir del cual la legislación se decantó definitivamente en favor de lo dispuesto en la Constitución de 1886 (Pimiento, 2015) y que se conservó sin mayores variaciones en la Constitución Política de 1991. Como se verá, entonces, la revisión detallada de los desarrollos legales y reglamentarios (1) de la patrimonialidad y (2) el regalismo a partir de 1887 y durante todo el siglo XX da cuenta fiel de la hipótesis propuesta.
1. La patrimonialidad hasta el ocaso de la Constitución Política de 1886
Aun cuando la Ley 38 (1887) aclaraba que, tras la vigencia de la Constitución de 1886 e incluso antes en virtud del Código Fiscal de 1873, la propiedad privada del subsuelo y de los recursos mineros era un supuesto jurídico superado, la verdad es que bien pronto los esfuerzos de las élites regionales por conservar los privilegios obtenidos durante el régimen federal (Rivadeneira, 1977), las contingencias devenidas de la convulsa política nacional en las postrimerías del siglo XIX y los albores del siglo XX y los cambios tecnológicos en materia energética (Durán, 2011), aunado todo esto a una débil –casi ausente– concepción del valor de la Constitución como norma (Concha, 1936), propiciaron un prematuro vuelco institucional en esta materia. En efecto, pasados apenas unos meses tras la expedición de la Constitución de 1886, las leyes y reglamentos de minas establecieron títulos jurídicos que, más allá de preservar los derechos adquiridos antes de 1873, legitimaron, ya en forma velada, ya de manera explícita, la constitución de nuevos derechos de propiedad privada sobre el subsuelo y la riqueza minera.
La propia Ley 38 (1887, art. 5), entre líneas, admitió una suerte de dominio privado sobre el subsuelo y los recursos minerales derivados, bien de la propiedad del suelo, bien de las adjudicaciones mineras propiamente dichas. Así pues, según la citada normativa, “dondequiera que la propiedad de las minas hubiere sido del propietario del suelo, hasta el día siete de septiembre de mil ochocientos ochenta y seis, en que empezó á regir la Constitución, cada uno de esos propietarios tendrá por un año, que se contará desde la fecha de esta ley, un derecho preferente al de cualquier otro individuo para buscar, catar y denunciar las minas que hubiese dentro de esas heredades” (cursiva no original). Dado este supuesto, el titular del predio en el que se hallaban los recursos minerales era el beneficiario preferente de su adjudicación y, a partir de este instante, contaba con cinco años para iniciar su laboreo, so pena de perder los derechos que le correspondían, penalidad a la que también se hacía acreedor en caso de que, tras el inicio de labores, las suspendiese sin razón por más de un año.
De hecho, como estrategia para reforzar las facultades que la Ley 38 de 1887 confería a los titulares mineros sobre el subsuelo y sus recursos, apenas unas semanas después la Ley 153 (1887) dispuso no solo que la pérdida de derechos por falta de laboreo de las minas tras su adjudicación pasaba de cinco a ocho años, sino que solo se penaría al titular del derecho minero por suspensión de trabajos superior a ocho años, lo que constituía un cambio exponencial en relación con el término definido en la recién expedida Ley 38 de 1887. Más aún, estos términos, ya dilatados a tenor de la Ley 153 de 1887, fueron suspendidos primero por el Decreto 278 de 1895 y, más tarde, por el Decreto 600 de 1899 que se expidió como medida excepcional en el contexto de la Guerra de los Mil Días, por lo que los derechos a explotar las minas y, por tanto, la posibilidad de ceder tal privilegio a un tercero, se hicieron virtualmente imprescriptibles[24], siempre, claro está, que su titular pagase los impuestos correspondientes, pero sin que fuese imprescindible el laboreo de las minas (Agudelo, 1945).
En justicia, las reglas expuestas hasta este punto no implicaban, per se, una contraposición a los elementos característicos del principio patrimonial, reimplantado por el Código Fiscal de 1873 y la Constitución de 1886. No obstante, las dilaciones a los términos de laboreo minero sumadas a su ulterior suspensión representaban, en términos prácticos, no solo una estrecha e inquietante conexión entre los derechos sobre el suelo y los derechos sobre el subsuelo sino, además, la pervivencia velada de ciertos privilegios propios del régimen depuesto que entremezclaban los derechos a explotar y ceder las minas con su propiedad. De algún modo, las disposiciones citadas pretendían reforzar temporalmente los derechos de los titulares mineros a fin de restringir la intervención del Estado en su actividad y, en cierta medida, impedir la mengua de prerrogativas devenida de su inactividad.
La cuestión de la propiedad privada de las minas, sin embargo, no se circunscribió únicamente al refuerzo temporal de los derechos de los titulares mineros. Algunas disposiciones legales se atrevieron a reconocer la titulación perpetua de las minas en favor de los particulares con lo que las dudas sobre la posibilidad de constituir derechos de propiedad sobre estos bienes quedaban zanjadas. Según lo establecido en la Ley 292 (1875, art. 45), por ejemplo, los adjudicatarios de minas podían asegurar permanentemente su propiedad y quedar libres del impuesto en lo sucesivo si pagaban “de una vez lo que debieran pagar [por concepto de impuestos] en veinte años”. Si bien esta disposición antecedió a la Constitución de 1886, lo cierto es que la misma, a pesar de contravenirla, no fue tenida por inexequible, sino que conservó su vigencia, al punto de que sus contenidos fueron reproducidos en la Ley 59 de 1909 en cuya virtud el pago del impuesto doblado por el lapso de 20 años liberaba la mina “a perpetuidad” (Rivadeneira, 1977).
En cierta medida, las mencionadas reformas legales, con todo y contravenir lo dispuesto en la Constitución de 1886 (Ley 153, 1887, art. 6), redundaron en el establecimiento de un discurso jurídico-económico por el cual no solo se reputaba lícita la propiedad privada del subsuelo y los recursos minerales derivada bien de la preservación de derechos adquiridos (Liévano, 1968), bien de la constitución de nuevos derechos (Pimiento, 2015), sino que no se exigía el laboreo, vale decir, el aprovechamiento de tales bienes, como condición para su conservación (Agudelo, 1945).
Este estado de cosas, antes que incentivar a los titulares mineros a iniciar actividades extractivas por su cuenta o en asocio con terceros, redundó en una progresiva parálisis sectorial –al menos en lo tocante a la inversión nacional (Melo, 2007)–, en la medida en que los titulares mineros prefirieron mantener sus minas “en reserva” para negociarlas con inversionistas (Liévano, 1968) casi siempre extranjeros (Rivadeneira, 1977). Sin duda, esta modalidad de negocio resultaba mucho más racional tanto para los titulares de derechos mineros, quienes preferían especular con ellos que incurrir en los riesgos e inversiones propios de dicha actividad, como para las compañías extranjeras que adquirían tales derechos, en tanto veían con más agrado las negociaciones directas con particulares que la obtención de concesiones del Estado, en la medida en que los arreglos con aquellos, aunque representativos, eran siempre más rentables que los que podían obtenerse en la interacción formal con la organización política. Tal modalidad de negocio fue particularmente aplicada en materia petrolera (Durán, 2011).
De hecho, fue la entrada en escena de inversionistas extranjeros (Durán, 2011) y su innegable influencia política y económica (Liévano, 1968) en las primeras décadas del siglo XX el hecho determinante para que el Legislador colombiano se decantara abiertamente en favor no solo del reconocimiento de la propiedad privada sobre el subsuelo y los recursos mineros, sino, principalmente, del establecimiento de salvaguardas especiales para su protección frente a la acción del Estado mismo. Ciertamente, lo que hasta este momento eran apenas reconocimientos subrepticios con efectos materiales de propiedad se convirtieron en pocos años en declaraciones legales expresas que, paradójicamente, pretendían preservar la propiedad privada sobre los bienes en estudio en los términos de la Constitución.
Esta senda comenzó a ser trazada por la Ley 120 (1919), según la cual solo pertenecían al Estado “los yacimientos o depósitos de hidrocarburos situados en los terrenos baldíos, en los recuperados o que recupere la Nación, por nulidad, caducidad o resolución de las adjudicaciones que de ellos se hubieren hecho, en los que la Nación haya adquirido o adquiera a cualquier título y en los que le pertenezcan como bienes fiscales”, caso en el cual el adjudicatario debería pagar, además de la regalía, un canon por la superficie de la concesión. En los demás eventos, se asumía la existencia de una relación inescindible entre la propiedad del suelo y la del subsuelo y sus riquezas, razón por la cual lo único que el Estado podía hacer era conminar a su titular a aprovechar la riqueza por medio del cobro de un impuesto, el cual se haría efectivo “a menos que el propietario del suelo convenga en efectuar la explotación y la lleve a cabo; caso en el cual quedará solo sujeto al pago de los impuestos de explotación correspondientes”.
En la misma vía, la Ley 37 (1931, art. 4), contentiva de una de las primeras normativas petroleras del país, estableció que “los derechos de los particulares sobre el petróleo de propiedad privada serán reconocidos y respetados como lo establece la Constitución, y el Estado no intervendrá con respecto a ellos en forma que menoscabe tales derechos”. A su turno, la Ley 160 de 1936 (Ley 136, 1938) reiteró tales postulados y el Decreto-Ley 1056 (1953), contentivo del Código de Petróleos vigente, aclaró que “es de propiedad particular el petróleo que se encuentre en terrenos que salieron legalmente del patrimonio nacional con anterioridad al 28 de octubre de 1873 y que no hayan sido recuperados por la Nación por nulidad, caducidad, resolución o por cualquier otra causa legal. Son también de propiedad particular los petróleos adjudicados legalmente como minas durante la vigencia del Artículo 112 de la Ley 110 de 1912”.
De hecho, como mecanismos para la protección de los derechos de los particulares en materia petrolera, el ordenamiento jurídico contempló dos salvaguardas especiales; la primera, encaminada a proteger los derechos petroleros legalmente adquiridos frente a la potencial intervención del Estado; y la segunda, encaminada a ofrecer publicidad a tales derechos a fin de hacerlos oponibles incluso frente al Estado.
Por un lado, el Decreto 3050 (1956), en aras de precaver la afectación de derechos adquiridos en el contexto de la contratación petrolera, señaló algunos instrumentos administrativos y judiciales para que los particulares que creyesen ostentar propiedad en esta materia pudieran oponerse a la actuación del Estado. Así las cosas, dentro del procedimiento para contratar la exploración y explotación de petróleos, el ministerio del ramo estaba obligado a publicar en el Diario Oficial un extracto de la resolución de presentación o escogencia de la propuesta contractual con indicación de los datos geográficos necesarios para que los posibles interesados pudiesen “identificar el terreno materia de la propuesta” y, de esta forma, permitirles dentro del mes siguiente “oponerse a la celebración del contrato”, entre otras razones, por considerarse propietario reconocido del petróleo objeto de la adjudicación sobreviniente. De hecho, tanto era el compromiso gubernamental con la defensa de la propiedad privada en materia petrolera que, aun en el caso en que el particular no ejercitase oportunamente la mencionada oposición, sus derechos no se verían desguarnecidos, pues el ministerio, sin necesidad de solicitud de parte, tenía el deber de ordenar de oficio y en cualquier tiempo “la eliminación de las superposiciones o el archivo de la nueva propuesta […] si tiene en sus archivos elementos de juicio para ello”. A su turno, y como refuerzo de los derechos del particular, esta disposición confería a quien se considerase propietario del petróleo que pudiese existir dentro de los linderos del terreno objeto de la propuesta el derecho a demandar a la Nación en juicio ordinario ante la Sala de Negocios Generales de la Corte Suprema de Justicia para que esta entidad resolviese definitivamente “si es del Estado o de propiedad privada el petróleo que se encuentre en los terrenos materia de la propuesta”.
Por otro lado, la Ley 10 (1961, art. 1) estableció un registro especial, a cargo del ministerio del ramo[25], en el que debían asentarse “todas las providencias administrativas y […] sentencias judiciales que reconozcan y declaren definitivamente la propiedad privada del petróleo y también […] los actos y contratos que con posterioridad a dicho reconocimiento trasladen o muden el dominio de los subsuelos respectivos, o les impongan gravámenes o limitaciones de cualquier naturaleza”. Ahora bien, según lo establecido en esta misma normativa, el registro en comento tenía por finalidad no solo “llevar la estadística de los petróleos de propiedad particular existentes en el país”, sino, principalmente, “dar mayores garantías de autenticidad y seguridad a los reconocimientos sujetos al registro haciendo intervenir en su guarda y conservación un alto organismo del Estado”.
Tras estos hitos normativos, en cuya virtud la privatización del subsuelo y los recursos mineros campeó a sus anchas (Rivadeneira, 1977), el Legislador retomó la senda de publificación de dichos bienes trazada en la Constitución de 1886 en el último tercio del siglo XX. En efecto, la Ley 20 (1969, art. 1) indicó que todas las minas pertenecían a la Nación, “sin perjuicio de los derechos constituidos a favor de terceros”. Así pues, si bien la nueva normativa consagró una disposición especial ordenada a la preservación de los derechos adquiridos, no solo cerró toda posibilidad de constituir nuevos derechos de propiedad privada en materia minera, sino que, en contra de las recomendaciones de algún sector doctrinal[26], ligó definitivamente esa propiedad al laboreo continuo de las minas.
En conjunto, señala PIMIENTO ECHEVERRI (2015), las mencionadas medidas zanjaron cualquier discusión en torno a la condición pública del subsuelo y sus riquezas. De algún modo, reitera este autor, con la expedición de la Ley 20 de 1969, el Legislador logró, al fin, “reproducir el orden superior por ese entonces vigente”, de lo que se colige que, hasta ese momento, las leyes que reconocieron la propiedad privada del subsuelo y sus riquezas fueron todas inconstitucionales[27]. Esta renovada comprensión de la patrimonialidad pública del subsuelo y las riquezas minerales, en fin, marcó la pauta en las normativas mineras y petroleras sobrevinientes (Decreto Legislativo 2655, 1988) y, sin lugar a dudas, fue el sustrato inspirador del Constituyente de 1991 en esta materia (Constitución, 1991) según se vio en el acápite introductorio de este texto.
2. El regalismo a partir de 1887. Prefiguración de la fisionomía del regalismo vigente
Como se sabe, tras la expedición de la Ley 153 (1887, art. 15) la regla general contenida en la Real Ordenanza de 1783 que consagraba el quinto como contraprestación en favor de la organización política por la extracción de los recursos mineros desapareció. En su lugar, el ordenamiento jurídico consagró participaciones alícuotas en explotaciones mineras puntuales[28], al tiempo que habilitó al Gobierno para pactar determinadas participaciones en cada adjudicación minera (Ley 106, 1873, art. 1105).
En cualquier caso, ante la poquísima cantidad de explotaciones mineras gravadas con contraprestaciones específicas, el pacto puntual se convirtió, cuando menos durante los primeros años del siglo XX, en la principal forma de participación del Estado en los beneficios de la extracción de recursos minerales. Las participaciones que se pactaron por entonces, sin embargo, fueron minúsculas en proporción a las riquezas extraídas (Liévano, 1968).
La delicada situación fiscal que atravesaba el país (Továr, 1989) condujo a los gobiernos de la época, en particular al del General RAFAEL REYES, a tomar todas las medidas conducentes a la estabilización de la economía, no solo a partir de la decidida intervención en los sectores productivos, la construcción y mejoramiento de la infraestructura, la centralización de tributos regionales y el proteccionismo arancelario, sino, principalmente, por medio “de la creación de las condiciones que permitiesen [la] afluencia al país [de capital extranjero], no por cuentagotas, sino a gran escala” (Vélez, 1989).
Como parte de esta política, REYES suscribió una buena cantidad de concesiones, especialmente en materia de hidrocarburos (Mayorga, 2002) que, en su momento, coadyuvaron a la dinamización de la economía y al recaudo de algunos tributos que, aunque exiguos, eran requeridos con urgencia, pero que, vistas a la distancia por la doctrina especializada, fueron sumamente desventajosas para el país. Ciertamente, los primeros tratamientos dados al petróleo en Colombia obedecieron a la reacción frente a coyunturas económicas desfavorables y no a un plan encaminado a maximizar la riqueza pública como condición para la consecución y preservación del interés general (Liévano, 1968). En opinión de SARRIA (1960), las concesiones petroleras de este período tuvieron en la imprevisión y la incuria sus notas características. En esta etapa, por tanto, la participación del Estado en los frutos de la extracción petrolera no solo fue baja, sino que no obedeció a una regla general predispuesta, ya que dependió de los pactos concretos en cada concesión y estos fluctuaban en función del poder de cabildeo de las multinacionales antes de cada negociación.
Por tales motivos, a despecho de las compañías foráneas, algunos líderes políticos del país comenzaron a promover reformas normativas encaminadas no solo a revisar lo tocante a la propiedad de las riquezas minerales –problemática esta que, como se vio en el apartado precedente, tomó otro medio siglo antes de ser solucionada–, sino, sobre todo, a esclarecer de una vez por todas el alcance de los derechos del Estado en la explotación de las minas y los hidrocarburos (Liévano, 1968). Al respecto, VICENTE OLARTE CAMACHO (1919), a la sazón Senador de la República, presentó al Congreso de la República un proyecto normativo que se convertiría en la Ley 120 de 1919 y que, tras un juicioso ejercicio de derecho comparado, propuso, entre otras innovaciones, la definición de una regla que estableciera en forma definitiva “la parte del producto petrolífero bruto que toca al Estado, así como la parte de la ganancia neta a la cual el Estado tendrá derecho, de conformidad con la escala proporcional establecida”.
En desarrollo de tal postulado, la Ley 120 (1919) dispuso que, en los contratos de concesión de yacimientos de hidrocarburos de propiedad de la Nación, además de la causación de un canon superficiario por cada hectárea concedida, se pagaría un impuesto mínimo de explotación que fluctuaría, en razón de la cercanía del yacimiento con los puertos, entre el 10% y 6% del producto bruto extraído. Por su parte, cuando se trataba de explotaciones realizadas en yacimientos de propiedad privada, si bien no se causaba el canon superficiario, el Estado se reservaba el derecho a participar en “una cuota fija del ocho por ciento, del seis por ciento y del cuatro por ciento del producto bruto” según la cercanía con los puertos.
La Ley 37 (1931, art. 31), por su parte, conservó los lineamientos trazados por la Ley 120 de 1919 en lo tocante a la participación del Estado en la explotación de los recursos petrolíferos, fuesen públicos o privados, esto es, la obligación del empresario petrolero de pagar un porcentaje del producto bruto extraído que iba decreciendo en razón de la distancia del yacimiento con los puertos. Ahora bien, más allá de la continuidad de estas reglas y de la introducción de algunas modificaciones adjetivas, en cuanto al deber del productor de almacenar los combustibles de propiedad del Estado o de la opción que cabía a este de elegir entre la exigencia de producto bruto o dinero como contraprestación por la explotación del petróleo, las notas más significativas de la Ley 37 (1931) en materia de regalías fueron, sin duda, tanto la introducción –o reintroducción– del criterio de la participación local en las rentas petroleras, como la definición de rubros concretos de inversión para las rentas destinadas a los departamentos y municipios.
Así pues, como antes se había indicado, la Ley de 16 de mayo de 1836 señaló que los recursos fiscales recaudados como resultado de la explotación minera constituían “rentas provinciales”[29], pero que, como parte del proceso de centralización fiscal emprendido por la Regeneración, tales recursos habían pasado a manos del gobierno nacional, por lo que los entes territoriales se habían privado de esta importante fuente de financiamiento. Casi medio siglo después de la centralización de las rentas mineras, la Ley 37 (1931, art. 12) reconoció de nuevo el derecho de las entidades territoriales a participar de estas rentas, si bien no en su totalidad como lo disponía el Código de Régimen Político y Municipal modificado en 1836, al menos sí un porcentaje que, aunque minoritario, representaba un hito importante en la configuración del régimen regalista que dominaría el resto del siglo XX y los comienzos del XXI. Al respecto, la referida disposición señalaba que la Nación debería ceder al municipio en el que se hallaba la explotación una suma equivalente al 5% del valor de las regalías recibidas anualmente y al departamento en que este se ubicaba “otra suma igual al [30%] del valor de la misma regalía”.
Por otra parte, la Ley 37 (1931, art. 12) definió rubros concretos de inversión para las regalías giradas por la Nación a las entidades territoriales. En este orden de ideas, los municipios y departamentos beneficiarios de estas rentas –a diferencia de lo que ocurría a mediados del siglo XIX– no estaban habilitados para invertir libremente estos dineros, sino que debían aplicarlos exclusivamente “al fomento de la instrucción pública, de la agricultura y de las vías de comunicación”. De hecho, la ley prohibía expresamente la aplicación de estos recursos a inversiones diferentes a las citadas, al punto de que las entidades territoriales que violasen tal restricción perderían “ipso facto el derecho a que les [fuese] pagada [esta participación]”.
La fisionomía de las regalías estatuida en la Ley 37 de 1931, en fin, marcó el derrotero de esta institución durante las décadas venideras. En adelante, las reformas legales en esta materia no hicieron cosa distinta a incluir nuevos supuestos que justificasen la participación de este o aquel departamento o municipio en estas rentas o a modificar los porcentajes de su participación (Decreto Legislativo, 2655, 1988).
La identidad del Derecho minero y petrolero colombiano es el resultado de una larga y convulsa historia institucional en la que se han probado múltiples regímenes imperativo-atributivos, fórmulas de propiedad, esquemas de interacción público-privada y consecuencias hacendísticas. A pesar de las constantes fluctuaciones en esta materia, la patrimonialidad y el regalismo se muestran como constantes institucionales que, con algunas variaciones e, incluso, breves soslayos formales, han marcado su sendero histórico-jurídico.
Lo dicho, sin embargo, no equivale a señalar que la patrimonialidad y regalismo sean condiciones esenciales para la conformación de un marco institucional apropiado; vale decir, uno que dé los incentivos adecuados para el aprovechamiento racional de la riqueza del subsuelo y para la inversión eficiente de las rentas derivadas de dicha actividad. En este orden de ideas, el estudio del Derecho minero y petrolero, si es que se pretende superar la simple dogmática jurídica, no debe asumir la patrimonialidad y el regalismo como principios inquebrantables.
De hecho, cabe la posibilidad de considerar que las constantes fluctuaciones formales en materia minera y petrolera y los conflictos sociales, económicos y políticos que han fungido como telón de fondo, como causa material de dichas transformaciones, encuentran su explicación, justamente, en la inveterada obstinación por conservar indemnes tales postulados. Quizá ha llegado el momento de preguntarse si, sustancialmente hablando, las problemáticas relativas a la participación comunitaria en la ordenación territorial minera y en los beneficios de la extracción de los recursos naturales no renovables, los crecientes debates en torno a sus supuestos impactos ambientales, sociales y culturales; y, en fin, los alcances de la potestad regulatoria de las municipalidades en esta materia, por ejemplo, ameritan un nuevo enfoque si es que se pretende la materialización de una solución real y sostenible en el largo plazo.
Si se revisan en detalle los intereses y pendencias que han marcado la evolución del Derecho minero y petrolero colombiano, bien puede concluirse que la patrimonialidad y el regalismo, tal vez, no son la mejor alternativa para garantizar que las riquezas del subsuelo se conviertan en bienestar y en desarrollo para el país. Es el tiempo de considerar, por poner algún ejemplo, que la privatización del subsuelo y sus recursos o, incluso, la abstención o ralentización en la explotación de las riquezas del subsuelo resulten socialmente más rentables. A pesar de lo dicho, los dogmas reinantes desde la Edad Media impiden explorar estos nuevos caminos.
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∗ Docente adscrito al Departamento de Derecho económico de la Universidad Externado de Colombia. Correo electrónico: luis.hernandez@uexternado.edu.co
[1] “El régimen jurídico de las minas ha sido paralelo a las diferentes concepciones políticas y al propio desarrollo económico y social. Sin embargo, la importancia de la riqueza del subsuelo ha resistido revoluciones y cambios de sistemas. Probablemente, estemos en presencia de una de las pocas parcelas donde el Poder –más aún que la forma legitimada de este: el Estado– no ha sucumbido a tener constantemente su propia intervención frente a los teóricos derechos de los particulares y el más enfatizado y discutido de ellos: el derecho de propiedad” (Sánchez, 1997).
[2] “El uso del subsuelo para propósitos distintos a la minería y a la extracción de aguas subterráneas es libre” (Medina, 2016).
[3] Es de la esencia de los bienes fiscales la posibilidad que tiene la administración, según las normas del derecho público, de transferir su dominio a otros sujetos, sean estos públicos o privados (Velásquez, 2000).
[4] Declaración sobre la gran minería trasnacional en la V Cumbre de los Pueblos: la Verdadera Voz de América. Disponible en: http://reclamecolombi a.org/decl aracion-sobre -la-gran-miner ia-trasnacional-en-la -v-cumbre-de- los-pueblo s-la-verdadera -voz-de-am erica/. Recuperado el 23 de agosto de 2015.
[5] PONCE, Álvaro (4 de junio de 2015). Instituciones, competencias y capacidades del sector minero. Plan Nacional de Ordenamiento Minero. UPME, CIDER & Universidad de los Andes. Recuperado de: http://www1.up me.gov.co/sit es/default/f iles/foru m_topic/3 655/file s/institucion es_capaci dades_co mpetencias_se ctoriale s.pdf.
[6] En el Derecho romano el dominio real sobre las minas era cosa impensable; sin embargo, de antiguo se aceptaba un cierto margen de participación de la organización política en los beneficios obtenidos por la extracción de riquezas. Así las cosas, el reconocimiento de la titularidad del dueño de un fundo sobre el subsuelo y sus riquezas, “no impidió que los Emperadores romanos se atribuyesen un décimo del producto de las minas cualquiera que fuese el lugar donde se encontraran” (Vélez, Uribe, 1905).
[7] A pesar de la marcada influencia romana, señala JUAN MOLINA (1952), “en España entraron a regir normas especiales del Derecho Minero: había diferencia entre lo que era la propiedad territorial y la propiedad minera”.
[8] Se emplea el término “Ordenamiento de Briviesca” de la misma forma en que se lo consagra en la Novísima Recopilación. En otras compilaciones normativas suele usarse el término “Ordenamiento de Bribiesca”.
[9] La Ley V del Título XV de la Segunda Partida permitía a los monarcas la concesión de bienes de la Corona, pero dicho donadio no era ni irrevocable ni a perpetuidad. Al respecto, la mencionada ley disponía que si el rey otorgaba bienes de la Corona en privilegio de donadio, el beneficiario “non las puede haber nin debe usar dellas sinon solamente en la vida de aquel rey que gelas otorgó et confirmó”.
[10] El texto de la petición 52 del Ordenamiento de Briviesca fue incluido en la Nueva Recopilación en la Ley III del Título XIII de su Libro VI
[11] Ordenamiento de Briviesca. Petición 52.
[12] CARLOS I, en la Ley del 9 de diciembre 1526, retomada a su vez en la Ley expedida por FELIPE II el 19 de junio de 1568, estableció que “todas las personas de cualquier estado, condicion, preeminencia ó dignidad, españoles é indios [podrían] sacar oro, plata, azogue y otros metales […] en todas las minas que hallaren, ó donde quisieren o por bien tuvieren, y los coger y labrar libremente y sin ningun género de impedimento”. Tan amplia merced, por tanto, significaba que “las minas de oro, plata, y los demas metales [eran] comunes á todos, y en todas partes y términos, con que no resulte perjuicio á los indios, ni á otro tercero”.
[13] En Carta del 5 de febrero de 1504, FERNANDO DE ARAGÓN e ISABEL DE CASTILLA ordenaron que el ejercicio de la habilitación general para la explotación minera en las Indias dependía del pago de un tributo a la Real Hacienda que equivaldría a una cierta proporción de los beneficios extraídos (De Solorzano, 1703 & Ots, 1959).
[14] En sentido contrario puede consultarse a DE AVILA MARTEL (2018), para quien el Derecho indiano permitía la apropiación privada de las minas. En sus palabras, “la propiedad minera, diversa de la superficial, era accesible a todos los habitantes, tanto españoles como indígenas y aun a los extranjeros domiciliados legalmente en América; salvo las altas autoridades territoriales, aquellas que tuvieran que ver con las minas y los eclesiásticos, todos los que tienen la prohibición de ser propietarios de minas […]. La propiedad minera de los particulares, [sic] es de amplísimo contenido, como cualquier otro bien de su dominio. Del rey pasa a los particulares […] por virtud de la merced y concesión del soberano, la que no dudamos en llamar una modal donación. Esta última frase es feliz y contiene la posibilidad de que caduque si no se cumplen los requisitos establecidos para su permanencia”.
No se comparte la lectura expuesta en razón de que, como se ha insinuado, las normativas propias del Derecho indiano, si bien concebían ciertos derechos subjetivos en relación con la actividad minera, lo hacían en el sentido de salvaguardar la explotación de los minerales en cuanto tal, y no en lo tocante al dominio de la mina, el cual, como lo destaca el propio DE AVILA MARTEL al citar las Ordenanzas de Nueva España, jamás se desprende del patrimonio real.
[15] En la Ordenanza de 1572, FELIPE II mandó que “todos los vecinos y moradores de nuestras Indias que cogieren ó sacaren en cualquier provincia ó parte de ellas oro, plata, plomo, estaño, azogue, hierro ú otro cualquier metal, nos hayan de pagar y paguen la quinta parte de lo que cogieren ó sacaren neto, sin otro ningun descuento”.
[16] Real Ordenanza para la dirección, réjimen y gobierno del importante cuerpo de la minería de Nueva España de 1783., Título V. Art. 3º.
[17] La Ley de 9 de junio de 1847 “sobre arrendamiento i elaboración de las minas de esmeraldas” señalaba en su Artículo 1º que “las minas de esmeraldas descubiertas en el territorio de la República, solo pueden esplotarse por cuenta de la nacion”.
[18] Prueba de tal afirmación puede ser hallada, por ejemplo, en la Ley de 10 de junio de 1844, la cual, en su Artículo 1º, preceptuaba que “el derecho de quinto será á razon del tres por ciento en el oro i en la plata, pagadero en moneda de plata”. A su turno, la Ley de 23 de mayo de 1846 que, en su artículo 1º, establecía una habilitación genérica para la explotación y exportación del oro a condición de que se hubiese “pagado préviamente en la respectiva oficina de recaudacion que designe el Poder Ejecutivo el derecho único de seis por ciento en especie por razón de quintos, fundicion i porte de correos”. Finalmente, la Ley de 26 de mayo de 1847, orgánica de la renta de salinas, declaraba en su Artículo 1º que las salinas que no estuviesen enajenadas eran “propiedad de la República” y que, para efectos de su administración, podían ser arrendadas o cedidas temporalmente a los particulares, quienes, en los términos de los artículos 22 y 23 de dicha ley, además del pago del arriendo o derechos de concesión, debían pagar “ocho reales por cada quintal que produzcan las salinas”.
[19] De conformidad con el numeral 6º del Artículo 35 de la Ley de 16 de mayo de 1836, constituían rentas provinciales “lo que en cada provincia paguen aquellos á quienes se les libre título por alguna mina, conforme al decreto de 24 de octubre de 1829”.
[20] Según lo dispuesto en el Artículo 3º de la Ley de 20 de junio de 1853, el Poder Ejecutivo estaba facultado para que destinase a la amortización de la deuda extranjera las fincas raíces, minas de metales y piedras preciosas de propiedad nacional, tierras baldías y créditos activos de la República en el exterior.
[21]Ley del 4 de diciembre de 1877 de la Asamblea Legislativa del Estado Soberano de Antioquia acogida como legislación nacional en la Ley 38 de 1887, Art. 1º núms. 1º y 2º.
[22] Al respecto se recomienda consultar: (Carreño, 1938).
[23] Cfr. Ley de 10 de junio de 1844, Ley de 23 de mayo de 1846 y Ley de 26 de mayo de 1847.
[24] Tras la Guerra de los Mil Días “nadie volvió a hablar del plazo de los ochos años [para el decaimiento del derecho a explotar minas por ausencia de laboreo]. Así, habilidosamente, se hicieron nugatorios en la práctica los buenos propósitos que animaron a los reformadores de 1886-1887”. (RIVADENEIRA, 1977, p. 31).
[25] D.R. 1348/1961., Art. 1º.
[26] “Vale la pena […] detenernos a considerar la inconveniencia del laboreo formal [como condición para conservar la propiedad o los derechos mineros], ya que legisladores y tratadistas de otros países lo han sustituido por el impuesto anual o derechos de patente”. (AGUDELO, 1945, p. 10).
[27] Cfr. A.L. 03/1910., Arts. 39 y 40.
[28] Cfr. Ley de 10 de junio de 1844, Ley de 23 de mayo de 1846 y Ley de 26 de mayo de 1847.
[29] Cfr. Ley de 16 de mayo de 1836, Art. 35, núm. 6º