JURÍDICO PERU
Doctrina
Título:La Justicia Administrativa en España
Autor:García Pérez, Marta - Meilán Gil, José Luis
País:
España
Publicación:Revista de Derecho de la Universidad de Piura - Volumen 12 (Número 1) - Diciembre 2011
Fecha:01-11-2011 Cita:IJ-DCCXXXIX-766
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El presente trabajo contiene un análisis de la Jurisdicción contencioso-administrativa en España, tomando como punto de partida la revisión profunda que produjo en el sistema judicial la aprobación de la Constitución Española de 1978. Se abordan algunos de los aspectos más significativos de la regulación vigente, contenida en la Ley 29/1998, de 13 de julio.


The present work contains an analysis of the contentious-administrative Jurisdiction in Spain, taking as starting point the profound revision produced in the judicial system by the approval of the 1978 Spanish Constitution. Some of the most significant aspects of the current regulation, contained in Law 29/1998, dated July 13th are taken into account.


I. Perspectiva constitucional de la Justicia Administrativa
II. Replanteamiento del proceso contencioso-administrativo
III. Conclusiones
Notas

La Justicia Administrativa en España

José Luis Meilán Gil*
Marta García Pérez**

I. Perspectiva constitucional de la Justicia Administrativa [arriba] 

Es una afirmación ampliamente consolidada la raíz constitucional del ordenamiento jurídico-administrativo1. Desde esa perspectiva ha de ser analizada la justicia administrativa2. El resultado es singularmente expresivo por lo que se refiere a España. En un régimen político predemocrático, la ley reguladora de la jurisdicción contencioso- administrativa de 1956 supuso un avance sorprendente para las exigencias de un Estado de Derecho. Ilustres Catedráticos de Derecho administrativo -profesores Ballbé, González Pérez, López rodó- dejaron en ella su saber y su impronta. De su validez es testimonio su vigencia durante dos décadas de régimen democrático bajo la Constitución de 1978 y el reconocimiento explícito y elogioso que figura en la Exposición de Motivos de la ley hoy vigente, 29/1998, de 13 de julio3. En aquella se dice que generalizó el control judicial de la actividad administrativa, abarcando a los actos administrativos discrecionales y a las disposiciones administrativas de carácter general, ratificó el carácter judicial del contencioso-administrativo propiciando la especialización de los magistrados y se hizo eco de una concepción espiritualista del proceso.

La Ley de 1956 prestó, sin duda, positivos servicios no obstante encontrarse limitada por la organización del Poder en el momento en que se promulgó. Introdujo como vicio del acto administrativo y, por tanto, como causa de su anulación la desviación de poder, aunque tuvo que admitir reductos inmunes al control judicial, como los actos políticos del Gobierno, o un número amplio de supuestos de inadmisibilidad del recurso contencioso-administrativo y, por tanto, negación de acceso a la justicia.

De los principios inspiradores de la ley del 56 son expresión afirmaciones que rebasan con amplitud el ámbito de lo puramente técnico y son perfectamente asumibles en un Estado democrático de Derecho.

“En verdad, únicamente a través de la Justicia, a través de la observancia de las normas y principios del derecho es posible organizar la Sociedad y llevar a cabo la empresa de la administración del Estado moderno…

… Las formalidades procesales han de entenderse siempre para servir a la Justicia, garantizando el acierto de la decisión jurisdiccional; jamás como obstáculos encaminados a dificultar el pronunciamiento de la sentencia acerca de la cuestión de fondo, y así obstruir la actuación de lo que constituye la razón misma de ser de la Jurisdicción”.

Otras servidumbres tenía la Ley de 1956 que no provenían directamente del sistema político –aunque le beneficiaban-, sino de una tradición doctrinal y legislativa de inspiración fundamentalmente francesa, de la que se apartó al no recibir los clásicos recursos de anulación y plena jurisdicción, y que situaban al acto administrativo en el centro de lo contencioso-administrativo -necesidad de un acto previo, carácter revisor de la jurisdicción- que se consideraba, por ello, como un proceso al acto.

Bien es verdad que la propia ley contenía expresiones susceptibles de ser interpretadas, como así hizo una jurisprudencia con fino sentido de la justicia, más allá de los postulados previamente aceptados. Es lo que sucedió con una frase lapidaria de la exposición de motivos: la conformidad o no conformidad del acto administrativo se refiere “genéricamente al Derecho, al ordenamiento jurídico, por entender que reconducirla simplemente a las leyes equivale a incurrir en un positivismo superado y olvidar que lo jurídico no se encierra y circunscribe a las disposiciones escritas, sino que se extiende a los principios y a la normatividad inmanente de las instituciones”.

Una lectura atenta y sin prejuicios de la citada exposición de motivos, una de las más lúcidas explicaciones sobre el contencioso-administrativo, permitía rebajar la importancia de la función central del acto administrativo. Ante la jurisdicción contencioso-administrativa decía “se sigue un auténtico juicio o proceso entre partes”. No tenía ya, por tanto, razón de ser la máxima de “proceso al acto” admitida acríticamente por inercia. El pronunciamiento de la ley se ratificaba al declarar que la jurisdicción contencioso-administrativo “tiene por objeto específico el conocimiento de las pretensiones que se deduzcan en relación con los actos de la Administración sujetos al Derecho administrativo como presupuesto de la admisibilidad de la acción contencioso-administrativa”, que, sin embargo, en expresión de la ley “no debe erigirse en obstáculo que impida a las partes someter sus pretensiones a la jurisdicción contencioso-administrativa”4.

Existían elementos con los que construir una justicia administrativa que respondiese a los requerimientos de un Estado social y democrático de Derecho como lo define la Constitución de 1978. Lo que desde la Ley de 1956 podía entenderse como un meritorio punto de llegada, desde la Constitución era un elemental punto de partida con posibilidades solo hasta entonces intuidas.

La justicia es un valor superior del ordenamiento jurídico del Estado (artículo 1 CE). Los derechos fundamentales ocupan un lugar central en la Constitución, “vinculan a todos los poderes públicos”, incluido al legislador “que en todo caso ha de respetar su contenido esencial (artículo 53,1)”. Derechos que en su faceta objetiva forman parte del ordenamiento jurídico (artículo 9,1) y en su faceta subjetiva tienen un titular, cuya dignidad se reconoce constitucionalmente (artículo 10)5.

Fue una importación deliberada de la ley fundamental de Bonn6, que dejó constancia de la supremacía del poder constituyente sobre cualquier otro constituido. Se expresa en el artículo 9.1 CE: “Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”. Uno de estos poderes es la Administración Pública, que “sirve con objetividad los intereses generales” y “actúa con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho” (artículo 103 CE).

Las palabras fueron elegidas con conciencia de su alcance. Además de la influencia alemana, constaba también el precedente antes transcrito de la Ley de 1956 en su referencia al Derecho. La plenitud del sometimiento deroga, sin necesidad de desarrollo legislativo, los ámbitos de poder inmunes al control judicial. El carácter servicial que se atribuye a la Administración Pública -“sirve con objetividad los intereses generales”- se contrapone a lo que decía la Ley orgánica del Estado del régimen predemocrático, según la cual “la Administración asume el cumplimiento de los fines del Estado”.

El paradigma constitucional permite situar adecuadamente el papel de la Administración Pública, rechazar la admisión de privilegios y hacer innecesario, por inadecuado, el privilegio de autotutela7. La Administración pública tiene -y ejerce- potestades en función de los fines que las justifiquen, por los cuales son controlables judicialmente. Así consta en el artículo 106 CE: “Los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican”. El acto administrativo no ocupa el lugar central que tenía anteriormente y cede protagonismo a favor de la “actuación administrativa”, que cubre un campo más amplio y abarca tanto la actividad material ejecutada sin fundamento jurídico -vía de hecho- como, aunque resulte paradójico y lingüísticamente incorrecto, la falta de actuación debida, la inactividad. En último término, cualquier comportamiento de la Administración puede ser controlado por la magistratura.

La primacía de los derechos fundamentales, en relación con la justicia administrativa, se pone de manifiesto en el artículo 24, que es como su clave de bóveda, según el cual “todas las personas tienen derecho a obtener tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión”. Es el principio de tutela judicial efectiva, erigida como un derecho fundamental, que ha obligado a operar un vuelco espectacular en el contencioso-administrativo, tanto en su legislación reguladora como en la jurisprudencia, desplazando de su puesto central al acto administrativo.

Lo prioritario no es la declaración de nulidad o la anulación del acto sino el reconocimiento de un derecho o de un interés legítimo. No se tratará ya, como decía la Ley de 1956 (arts. 41 y 42) de pretender la declaración de no ser conforme a Derecho un acto de la Administración y además el reconocimiento de una situación jurídica individualizada. Es esto último lo que ha de pretenderse, aunque ese reconocimiento del derecho subjetivo no puede realizarse sin la anulación del acto correspondiente.

De otra parte, el interés legítimo, colocado como una alternativa al derecho subjetivo, deja de ser considerado como un mero requisito procesal justificador de la legitimación. Adquiere sustantividad, lejos también de ser considerado como un “derecho debilitado” según doctrina italiana importada. La diferente naturaleza de derecho e interés se manifestará en la diferencia de la pretensión. El interés legítimo tiene un titular que puede invocarlo ante el Tribunal. Sucede que no puede fundar más que la anulación del acto o la superación de la situación de inactividad de la Administración o la cesación de una actuación material8, lo que facilita la impugnación por entidades titulares de intereses colectivos.

En la interpretación del derecho a la tutela judicial efectiva el Tribunal Constitucional ha ampliado el alcance del principio “pro actione” que la jurisprudencia había ido perfilando en la aplicación de la ley de 1956. En ese sentido ha declarado que “… los órganos judiciales quedan compelidos a interpretar las normas procesales no sólo de manera razonable y razonada, sin sombra de arbitrariedad ni error notorio, sino en sentido amplio y no restrictivo, esto es, conforme al principio pro actione, con interdicción de aquellas decisiones de inadmisión que, por su rigorismo, por su formalismo excesivo o por cualquier otra razón, se revelen desfavorables para la efectividad del derecho a la tutela judicial efectiva o resulten desproporcionadas en la apreciación del equilibrio entre los fines que se pretenden preservar y la consecuencia de cierre del proceso…” (STC 112/2004, de 12 de julio).

El Tribunal Constitucional ha reiterado que, si bien las formas y requisitos procesales cumplen un papel de capital importancia para la ordenación del proceso, “no toda irregularidad formal puede convertirse en un obstáculo insalvable para su prosecución” (STC 19/1983), pues los requisitos de forma no son valores autónomos que tengan sustantividad propia “sino que sólo sirven en la medida que son instrumentos para conseguir una finalidad legítima” (STC 41/1986). Esta doctrina ha servido a la jurisprudencia contencioso-administrativa para relanzar el principio pro actione y atemperar el rigor de las causas de inadmisibilidad del contencioso9.

De la doctrina del Tribunal Constitucional se desprende con claridad que el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva queda plenamente satisfecho con una resolución judicial motivada de inadmisión “siempre que se dicte en aplicación razonada de una causa legal, debiendo el razonamiento responder a una interpretación de las normas legales de conformidad con la Constitución y en el sentido más favorable para la efectividad del derecho fundamental”, pues “en los supuestos en los que está en juego el derecho a la tutela judicial efectiva en su vertiente de acceso a la jurisdicción, el canon de enjuiciamiento constitucional de las decisiones de inadmisión es más severo o estricto que el que rige el derecho de acceso a los recursos” (STC 112/2004, de 12 de julio). Pero al propio tiempo recuerda que “los presupuestos legales de acceso al pro- ceso deben interpretarse de forma que resulten favorables a la efectividad del derecho fundamental a la tutela judicial” (STC 23/1992).

El artículo 24 CE en su apartado 2 reconoce el derecho a un proceso -también el contencioso-administrativo- sin dilaciones. Este y el anterior apartado sobre la tutela judicial efectiva, aunque autónomos, están intrínsecamente relacionados. El propio Tribunal Constitucional ha reconocido la íntima conexión y, sobre todo, la posibilidad de lesión simultánea de ambos derechos. En la STC 324/1994, de 1 de diciembre, se dice, en ese sentido, que el artículo 24.2 también asegura la tutela judicial efectiva, pero lo hace a través del correcto juego de los instrumentos procesales, mientras que el artículo 24.1 asegura la tutela efectiva mediante el acceso mismo al proceso. “Desde el punto de vista sociológico y práctico -dice el TC- puede seguramente afirmarse que una justicia tardíamente concedida equivale a una falta de tutela judicial efectiva” (STC 26/1983, de 13 de abril)10 y, a la inversa, una denegación de tutela no es sino un presupuesto extremo de dilación.

El Tribunal Constitucional asumió muy tempranamente la doctrina jurisprudencial del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que interpreta la expresión “derecho a un proceso sin dilaciones indebidas” como el derecho de toda persona a que su causa se resuelva dentro de un plazo razonable”. La expresión “plazo razonable” referida a la duración del proceso se erige en un concepto jurídico indeterminado11 sobre el que se ha polemizado frecuentemente. ¿Qué dilación es razonable o debida, cual irrazonable o indebida? El propio Tribunal Constitucional advierte que “la problemática derivada de una dilación indebida plantea la necesaria concreción de lo que ha de ser un plazo razonable para dictar una resolución judicial” (ATC 159/1984, de 14 de marzo), aplicando criterios como la materia litigiosa, la complejidad del litigio, la conducta de los litigantes y de las autoridades y las consecuencias que del litigio presuntamente demorado se siguen para las partes (STC 5/1985, de 23 de enero).

Frente a intentos de defender el retraso en función de la “normalidad” del mismo (es un retraso normal, y por tanto legítimo o debido) se ha sostenido clarividentemente que “lo normal es lo ajustado a la norma y no lo contrario a ella aunque sea más frecuente”12. La excesiva duración de los procesos contencioso-administrativos debe ser rechazada como normal. Es habitual o frecuente, pero no ajustada a la norma. Los estándares de actuación en el servicio de la justicia no deben constituir la justificación de las dilaciones a que a día de hoy se ve avocado el justiciable, ni mucho menos excluir la responsabilidad de la Justicia invocando un inexistente funcionamiento “normal” (aunque sí habitual o frecuente) de la misma.

No ha sido ésta, sin embargo, la posición unánime del Tribunal Constitucional13, que no sólo atiende a los estándares de actuación de los tribunales para justificar retrasos injustificables sino que, además, exige una determinada “conducta procesal” de la parte afectada por la dilación (“denunciar previamente el retraso o dilación, con cita expresa del precepto constitucional, con el fin de que el juez o Tribunal pueda reparar -evitar- la vulneración que se denuncia”14).

La tutela judicial efectiva exige investir al juez de plenas potestades para la total y completa satisfacción de las pretensiones que ante él se formulen. La expresión “juzgar y ejecutar lo juzgado” con la que el artículo 117 de la Constitución de 1978 define la función jurisdiccional significa realizar el ordenamiento jurídico, poner fin a la situación ilegítima que dio lugar a la intervención judicial y reestablecer el orden jurídico perturbado.

El derecho a la tutela judicial efectiva no se agota en obtener una resolución dictada por un órgano jurisdiccional que dé respuesta a la pretensión planteada desde el estricto punto de vista de la legalidad, sino que exige la plena eficacia de lo sentenciado. En otras palabras, que el contenido del fallo sea ejecutado. Así lo ha expresado el TC:

“el cumplimiento de lo acordado por Jueces y Tribunales en el ejercicio de su función jurisdiccional constituye una exigencia objetiva del sistema jurídico y una de las más importantes garantías para el funcionamiento y desarrollo del Estado de Derecho, pues implica, entre otras manifestaciones, la vinculación de todos los sujetos al ordenamiento jurídico y a las decisiones que adoptan los órganos judiciales, no sólo juzgando sino haciendo ejecutar lo juzgado” (STC 73/2000, de 14 de marzo).

La ejecución de las sentencias es una función jurisdiccional, que corresponde a los jueces y tribunales. Por muy obvia que pueda resultar la afirmación, el contencioso tradicional gravitaba en torno a la idea contraria: la ejecución de sentencias se concebía como una típica función ejecutiva que quedaba vedada al poder judicial, en una mal entendida teoría de la división de poderes. Por otra parte, el dogma de la inembargabilidad de los bienes de la Administración impedía cualquier mandamiento de embargo contra aquellos bienes, con la consiguiente insatisfacción del vencedor del pleito.

Los artículos 24, 106, 117 y 118 de la Constitución han consagrado definitivamente la plena judicialización del proceso contencioso-administrativo. La Administración y los ciudadanos están obligados a cumplir las resoluciones judiciales en sus justos términos y a colaborar en la ejecución de lo resuelto (art. 103 LJCA), siendo potestad de los órganos judiciales “hacer ejecutar” lo juzgado. En palabras del Tribunal Supremo:

“La ejecución de las sentencias forma parte del derecho a la tutela efectiva de los Jueces y Tribunales, ya que en caso contrario las decisiones judiciales y los derechos que en las mismas se reconocen o declaran no serían otra cosa que meras declaraciones de intenciones sin alcance práctico ni efectividad alguna (SSTC 167/1987, 92/1988 y 107/1992). La ejecución de sentencias es, por tanto, parte esencial del derecho a la tutela judicial efectiva y es, además, cuestión de esencial importancia para dar efectividad a la cláusula de Estado social y democrático de Derecho, que implica, entre otras manifestaciones, la vinculación de todos los sujetos al ordenamiento jurídico y a las decisiones que adoptan los órganos jurisdiccionales, no sólo juzgando, sino también haciendo ejecutar lo juzgado, según se desprende del art. 117.3 CE (SSTC 67/1984, 92/1988 y 107/1992)” (STS de 3 de mayo de 2005).

Además, el Tribunal Constitucional ha puesto fin al principio de inembargabilidad de los bienes de la Administración, limitado, como es natural, respecto a los bienes de dominio público o afectos a un servicio público:

“El privilegio de inembargabilidad de los “bienes en general” de las Entidades Locales que consagra el art. 154.2 Ley de Haciendas Locales, en la medida en que comprende no sólo los bienes demaniales y comunales sino también los bienes patrimoniales pertenecientes a las Entidades Locales que no se hallan materialmente afectados a un uso o servicio público no resulta conforme con el derecho a la tutela judicial efectiva que el art. 24.1 CE garantiza a todos, en su vertiente de derecho subjetivo a la ejecución de las resoluciones judiciales firmes” (STC 166/1998, de 15 de julio)15.

II. Replanteamiento del proceso contencioso-administrativo [arriba] 

La necesidad de revisar la ley de 1956 no procedía sólo de la inexcusable obligación de adecuarla al nuevo orden constitucional, sino también de la situación crítica en que se encontraba la jurisdicción por la acumulación extraordinaria de asuntos sin resolver, en claro incumplimiento del artículo 24 de la Constitución. No sin idas y venidas y tras un intenso debate público la revisión culminó con la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa, que introduce significativas novedades, principalmente en dos direcciones. Una, de carácter orgánico, se plasma en una profunda revisión de la planta judicial, en la que destaca la creación de los juzgados unipersonales de lo contencioso-administrativo. Otra, de carácter sustantivo, persigue corregir las deficiencias detectadas en el planteamiento del proceso contencioso y adaptarlo a las exigencias constitucionales antes indicadas.

Sin ánimo de profundizar en las causas del notable atasco de asuntos en todos los órdenes jurisdiccionales y, en particular y significativamente, en el contencioso- administrativo, parece ineludible afirmar que la planta judicial se mostró durante décadas poco operativa e insuficiente ante el crecimiento exponencial del número de contenciosos presentados cada año. El legislador de 1998 intentó hacer frente a la situación con la creación de los juzgados unipersonales, en medio de una fuerte polémica y con el rechazo de un amplio sector doctrinal. Los números son reveladores de una evidencia: el retraso global no ha mejorado. Se han conseguido importantes objetivos en la rapidez con que los asuntos están siendo resueltos en la primera instancia cuando se produce ante los juzgados, pero la rapidez en resolver se convierte en nueva paralización en la apelación. La reforma tampoco ha aliviado sustancialmente el funcionamiento de los demás órganos colegiados ni del Tribunal Supremo cuando actúa en casación16.

Centrándonos en la reforma sustantiva operada por la Ley 29/1998 y sin ánimo de realizar un examen exhaustivo del replanteamiento que realiza la ley de 1998 del proceso contencioso-administrativo, bastará señalar sus líneas fundamentales y reflexionar sobre algunas de las cuestiones que su aplicación plantea.

1. Concepción y amplitud de la justicia administrativa

Sobre la concepción de la jurisdicción contencioso-administrativa la ley se pronuncia con claridad. Se trata de “superar la tradicional y restringida concepción del recurso contencioso-administrativo como una revisión judicial de actos administrativos previos, es decir, como un recurso al acto, y de abrir definitivamente las puertas para obtener justicia frente a cualquier comportamiento ilícito de la Administración”.

Pese a todo, no es procedente el examen de actos administrativos diferentes de los impugnados e identificados en el escrito de interposición del recurso17 ni el planteamiento de pretensiones para prevenir agravios potenciales o de futuro. El peso del carácter revisor del contencioso-administrativo se manifiesta en el instituto de la desviación procesal (mutatio libelli), que admite la modificación de los fundamentos de la pretensión pero no el cambio de esta última18 ni, mucho menos, la alteración del acto administrativo impugnado.

Por lo demás, la Ley de la Jurisdicción contencioso-administrativa se mantiene fiel a las exigencias constitucionales de someter toda la actuación administrativa al control jurisdiccional, vetando ámbitos inmunes al control.

En este sentido, el artículo 2, a) de la LJCA, siguiendo una avanzada jurisprudencia del Tribunal Supremo, hace desaparecer del texto legal la expresión “acto político”, que había permitido bajo la vigencia de la ley de 1956 preservar un reducto de actuación inmune al control de los tribunales. Cualquiera que fuere su naturaleza, está sometido al control por parte de los tribunales de justicia respecto a la protección de los derechos fundamentales, la determinación de las indemnizaciones que resultaren procedentes y sus elementos reglados19.

Por otra parte, la ley extiende a órganos que no son Administración pública, en sentido jurídico-formal, el conocimiento por la jurisdicción contencioso-administrativa. El art.1.3 atribuye a esta Jurisdicción el conocimiento de las pretensiones procesales que se deduzcan en relación con “los actos y disposiciones en materia de personal, administración y gestión patrimonial sujetos a Derecho público” adoptados por los órganos constitucionales o de las Comunidades Autónomas que no formen parte de la Administración Pública (Cámaras Parlamentarias, Tribunal Constitucional, Tribunal de Cuentas y Defensor del Pueblo e instituciones análogas de las Comunidades Autónomas).

Igualmente, le corresponde el conocimiento de las pretensiones que se deduzcan en relación con los actos y disposiciones del Consejo General del Poder Judicial y la actividad administrativa de los actos de gobierno de los Jueces y Tribunales y también de aquellas pretensiones que se deduzcan en relación con la actuación de la Administración Electoral, en los términos previstos en la Ley Orgánica de Régimen Electoral General.

Finalmente, queda sujeta a la ley jurisdiccional la actuación de personas ajenas a la Administración que desarrollen potestades o funciones públicas, como es el caso de las corporaciones de derecho público (por ejemplo, colegios profesionales, comunidades de regantes, cámaras de comercio, etc.) y de los concesionarios de servicios públicos cuando ejerciten potestades públicas.

2. La inadmisión del recurso

La marea incontenible de recursos sin resolver ha generado un caldo de cultivo propicio para la utilización espuria de la inadmisibilidad, con los efectos perniciosos que puede tener sobre el derecho a la tutela judicial efectiva20.

La ley ha reducido los supuestos de inadmisibilidad de carácter obligatorio (la falta de jurisdicción o incompetencia del juzgado o tribunal, la falta de legitimación del recurrente, haberse interpuesto el recurso contra actividad no susceptible de impugnación o haber caducado el plazo de interposición del recurso)21, aunque admite como potestativos los siguientes: cuando se hubieran desestimado en el fondo otros recursos sustancialmente iguales por sentencia firme; cuando, en caso de que se impugne una actuación material constitutiva de vía de hecho, fuera evidente que la actuación administrativa se ha producido dentro de la competencia y en conformidad con las reglas de procedimiento legalmente establecido; cuando se impugne la inactividad de la Administración y fuera evidente la ausencia de obligación concreta de la Administración respecto de los recurrentes22.

De todos los supuestos enunciados, plantea graves dudas la posibilidad de inadmitir el recurso por el hecho de que se hayan desestimado en el fondo otros recursos sustancialmente iguales por sentencia firme. Sin duda, se está primando la eficacia de los órganos judiciales sobre la efectividad de la tutela judicial, mediante la técnica de eliminar desde un inicio los procesos que presentan una “apariencia de mal derecho”. Por otra parte, la propia literalidad del precepto ofrece dudas: ¿basta una única sentencia para declarar la inadmisibilidad? ¿deben invocarse sentencias que provengan del propio órgano jurisdiccional que resuelve la inadmisión o de cualquier otro?; ¿por qué ha de presuponerse que la demanda se va a fundamentar en los mismos argumentos tenidos en cuenta en el/los proceso(s) anterior(es)?; ¿y si a la vista de los nuevos argumentos de las partes la sentencia tuviera otro alcance distinto a la que ha ganado firmeza?; en definitiva, ¿cómo garantizar la igualdad sustancial entre recursos en un trámite que tiene lugar antes de presentarse la demanda?

En realidad, y a pesar de que el precepto se incluye entre la regulación del trámite de admisión del recurso, estamos en presencia de una “desestimación anticipada” del mismo por cuestiones de fondo, que no se reproducen porque ya se ha hecho en otra(s) ocasión(es) con firmeza. Ahora bien, el momento en que se produce este acontecimiento ni siquiera propicia que el órgano judicial pueda realizar una actuación comparativa adecuada, teniendo en cuenta las limitaciones del escrito de interposición del recurso -salvo en los casos en que se inicie el proceso mediante demanda- donde no tienen por qué constar las pretensiones de la parte demandante y cuando el juez no dispone, siquiera, del expediente administrativo.

En fin, las dudas planteadas deben servir para valorar la idea inicial: el loable afán de reducir el número de asuntos pendientes y colaborar en la eliminación de demoras indebidas no deben favorecer la búsqueda de atajos injustificados23 en detrimento de la efectividad de la tutela judicial proclamada en el artículo 24.1 de la Constitución.

3. El silencio administrativo y el acceso a la jurisdicción

La Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa establece un plazo de dos meses para la interposición del recurso contra actos expresos y de seis meses cuando se trata de actos presuntos (artículo 46.1). La referencia al carácter “presunto” de los actos trae causa de una inestable y confusa regulación del silencio administrativo auspiciada por la derogación de la vieja Ley de Procedimiento Administrativo (LPA) y la entrada en vigor de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, del Régimen Jurídico de Las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (LPAC). En la actualidad, el ordenamiento jurídico español diferencia el silencio administrativo positivo del negativo24, concediendo a aquel el carácter de un “acto presunto”25 y a éste la naturaleza de técnica estrictamente procesal que permite a los interesados la interposición del recurso administrativo o contencioso-administrativo que resulte procedente26. Esta diferente concepción de ambas manifestaciones del silencio tiene una consecuencia muy interesante en lo que al proceso contencioso se refiere: la impugnación de los actos presuntos está sometida a un plazo inexorable (seis meses); sin embargo, para impugnar una desestimación por silencio no existe plazo alguno.

Llegar a este punto ha exigido un largo recorrido, en el que no han faltado reformas legislativas de importante calado, sentencias del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional determinantes y un intenso debate doctrinal.

En este trance, la Constitución española de 1978 aportó una interesante visión de las posibilidades de la técnica del silencio administrativo hasta entonces desconocida o ignorada: su papel clave en la consecución del Estado de Derecho, afirmado en el artículo 1 del texto constitucional y confirmado con la declaración del sometimiento pleno de la Administración a la ley y al Derecho (artículo 103.1) y con la generalización del control jurisdiccional de toda la actuación administrativa (artículo 106.1)27. Al mismo tiempo, tras la inactividad de la Administración, en cualquiera de sus manifestaciones, se intuye la presencia del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva del artículo 24.1 CE.

A lo largo de los más de diez años de vigencia postconstitucional de la LPA y, sin solución de continuidad, una vez promulgada la LPAC, el Tribunal Constitucional tuvo un intenso protagonismo en la reformulación constitucional del silencio administrativo y su debida interpretación a la luz de la Constitución española y lo hizo valorando la técnica bajo el raseo de la “razonabilidad” y de la “mayor efectividad” del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva. Así, al pronunciarse sobre aspectos de carácter procesal que tenían, no obstante, una incidencia real sobre aquél derecho, reconoció sin rodeos que siendo el silencio una “ficción legal que responde a la finalidad de que el administrado pueda, previos los recursos pertinentes, llegar a la vía judicial superando los efectos de la inactividad de la Administración”, no sería razonable una interpretación que primara tal inactividad colocando a la Administración “en mejor situación que si hubiera efectuado una notificación con todos los requisitos legales”. De ahí la aplicación al silencio del régimen de las notificaciones defectuosas, porque en estos casos “puede entenderse que el particular conoce el texto íntegro del acto -la denegación presunta por razón de ficción legal- pero no los demás extremos que deben constar en la notificación” (STC 6/1986, de 21 de enero).

La doctrina constitucional decidió el camino a recorrer en los años venideros por la jurisprudencia. De unos iniciales tímidos avances, que consistieron básicamente en la confirmación de la citada doctrina de las notificaciones defectuosas aplicada al silencio desestimatorio, se pasó a negar la extemporaneidad de la vía jurisdiccional, aplicando la doctrina de las notificaciones inexistentes en los supuestos de inactividad formal de la Administración. El Tribunal Supremo declara con gran persuasión y contundencia que “no puede aceptarse como fecha la pretendida por la Administración, sino aquella en que dicho administrado lo manifieste así, o interponga el recurso… de lo contrario, se colocaría al administrado en inferioridad de condiciones con respecto al supuesto de resolución expresa, en cuya notificación han de figurar los recursos procedentes y los datos esenciales para su empleo”. Sin que, por lo demás, valga redargüir que tal interpretación genere inseguridad jurídica ya que “la Administración siempre tiene en su mano la posibilidad de evitarla dictando una resolución expresa, como es su obligación”28. La idea central está clara y la había expresado el propio Tribunal Supremo en otras ocasiones: “no puede pretender extraerse del incumplimiento del deber de resolver por parte de la Administración consecuencias obstativas al libre ejercicio de las acciones judiciales que puedan emprenderse para tutelar el derecho de los particulares”29.

El 24 de enero de 2004, la Sección 2ª de la Sala de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Supremo dicta una sentencia trascendental que aborda directamente la cuestión, y se pronuncia con una fundamentación jurídica irrefutable sobre el artículo 46.1 de la LJCA:

“… la remisión que el artículo 46.1 de la Ley Jurisdiccional hace al acto presunto, no es susceptible de ser aplicada al silencio negativo, pues la regulación que del silencio negativo se hace en la LRJ-PAC y PC lo configura como una ficción y no como un acto presunto…”.

“… el artículo 46.1 LJCA se refiere sin duda al plazo para recurrir ante ese orden jurisdiccional respecto de actos presuntos… Mas tratándose de silencio negativo, desde la reforma de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, ya no cabe hablar de actos presuntos desestimatorios sino sólo -nuevamente- de ficción legal que abre la posibilidad de impugnación, en beneficio del interesado… Por ello, el supuesto de desestimaciones por silencio negativo ya no puede entenderse comprendido en la previsión del artículo 46.1 LJCA, promulgada en un momento en que la Ley 30/1992 sí parecía considerar tales desestimaciones como verdaderos actos y no simplemente como una ficción legal…”.

Concluye la sentencia reiterando una anterior jurisprudencia:

“7. Desde tales premisas, se comprende que quepa concluir -como hacemos- que en la ordenación legal comentada encuentra de nuevo perfecto encaje la doctrina jurisprudencial en virtud de la cual no cabe apreciar extemporaneidad en la vía jurisdiccional cuando la Administración incumple su obligación de resolver”.

La tesis ha sido reforzada por una sentencia del TC, la 14/2006, de 16 de enero, en la que, tras relatar con gran detalle y pulcritud la evolución sufrida por el silencio administrativo desde su regulación en la LPA hasta la actualidad, sostiene la misma afirmación respecto al plazo para recurrir contra el silencio desestimatorio (“sin consideración a plazo alguno”).

4. La adecuación del sistema de pretensiones procesales30

Una de las principales aportaciones de la reforma del contencioso-administrativo operada en 1998 fue la revisión del cuadro de pretensiones procesales ejercitables por los interesados. La doctrina, y en pequeñas dosis la jurisprudencia, venía postulando un replanteamiento de la funcionalidad del proceso contencioso, con el abandono de la visión puramente objetiva o, en otras palabras, la filosofía exclusivamente reaccional, y la generalización del proceso subjetivo, si se quiere, prestacional.

La solución pasa por concebir un sistema plural o abierto de pretensiones procesales, que pone a disposición de los interesados distintas vías aptas para el resarcimiento de las diferentes necesidades de protección jurídica31. De forma que, surgido el conflicto, los tribunales se limiten a determinar cuál es la concreta necesidad del litigante, cuál su reclamación, cuál, en definitiva, su pretensión.

La Exposición de Motivos de la ley lo plantea con claridad:

“Por razón de su objeto se establecen cuatro modalidades de recurso: el tradicional dirigido contra actos administrativos, ya sean expresos o presuntos; el que, de manera directa o indirecta, versa sobre la legalidad de alguna disposición general, que precisa unas reglas especiales; el recurso contra la inactividad de la Administración y el que se interpone contra actuaciones materiales constitutivas de vía de hecho”.

Dado que “del recurso contra actos, el mejor modelado en el período precedente, poco hay que renovar” la reforma se limitó a depurar formalmente las causas de inadmisibilidad del recurso.

Por lo que se refiere a las disposiciones generales, la falta de impugnación directa de una disposición general o la desestimación del recurso que frente a ella se hubiera interpuesto no impiden la impugnación de sus actos de aplicación32. Es decir, se establecen -no es novedad- dos modalidades de impugnación de disposiciones de carácter general: el recurso directo y el indirecto. Pero la Ley pretende algo más: erradicar la confusión reinante en la teoría jurídica y en la práctica judicial sobre los efectos del recurso indirecto, confusión generadora de situaciones de inseguridad jurídica y desigualdad manifiesta, dependiendo del criterio de cada órgano judicial y a falta de una instancia unificadora, muchas veces inexistente.

A tal fin se articuló un sistema de impugnación en torno a una idea clave: posibilitar al órgano jurisdiccional una declaración sobre la disposición impugnada, a propósito de resolver sobre la legalidad del acto aplicativo de la norma. Para ello, era preciso superar la traba de la incompetencia que impedía en la práctica al tribunal sentenciador ir más allá de la anulación del acto, si era ilegal, y la inaplicación del reglamento. Si el juez o Tribunal es competente para conocer el recurso directo podría declarar la nulidad de la misma cuando el recurso se haya interpuesto contra un acto. En caso contrario ha de plantearse una cuestión de ilegalidad33 ante el Tribunal competente para conocer del recurso contra la disposición (artículos 27 y 123 y ss.). Recuerda la cuestión de inconstitucionalidad, aunque esta se plantea a priori, y no deja de suscitar dudas sobre su eficacia34.

Las pretensiones condenatorias son una novedad de la LJCA. Son aquéllas que tratan de obtener no sólo la declaración judicial de la existencia o inexistencia de un hecho o un derecho, sino además la ejecución posterior de la obligación de dar, hacer o no hacer impuesta por la sentencia a la parte demandada. En dicho concepto son reconocibles dos de las novedosas pretensiones previstas en el texto legal, dirigidas a condenar a la Administración al cumplimiento de sus obligaciones (generadora del llamado “recurso contra la inactividad de la Administración”) y a cesar una vía de hecho (“recurso contra las actuaciones materiales en vía de hecho”).

a) Con la pretenciosa intención de cerrar “un importante agujero negro de nuestro Estado de Derecho” y de otorgar “un arma efectiva al ciudadano para combatir la pasividad y las dilaciones administrativas”35, la LJCA creó un recurso contra la inactividad de la Administración, dirigido a obtener una prestación material debida o la adopción de un acto expreso en procedimientos iniciados de oficio, allí donde no juega la técnica del silencio administrativo.

La acción se regula en el artículo 29 LJCA, que contiene a su vez dos tipos de pretensión distintos: la acción de condena al cumplimiento de una prestación en favor de quien tiene derecho a ella (art. 29.1); y la acción de condena a la ejecución de un acto firme a favor de quien ostenta un interés legítimo a dicha ejecución (art. 29.2).

1º) A tenor del artículo 29.1 de la LJCA, el demandante podrá pretender la condena de la Administración al cumplimiento de sus obligaciones en los concretos términos en que estén establecidas en una disposición general que no precise de actos de aplicación o en virtud de acto, contrato o convenio, cuando reclamada la prestación la Administración se haya abstenido de cumplirla en un plazo de tres meses (artículos 29 y 32). Es decir, lo que el ciudadano pretende es que la Administración realice una actividad o dicte un acto que le viene impuesto ex lege, ex acto o ex contractu.

En primer lugar, el Tribunal Supremo ha puesto el acento en la legitimación (ad causam) necesaria para plantear esta acción, exigiendo al demandante que ostente un “derecho subjetivo” definido por una norma que no necesite actos de aplicación o en un acto, contrato o convenio:

“… lo que no ofrece duda es que para que pueda prosperar la pretensión se necesita que la disposición general invocada sea constitutiva de una obligación con un contenido prestacional concreto y determinado, no necesitado de ulterior especificación y que, además, el titular de la pretensión sea a su vez acreedor de aquella prestación a la que viene obligada la Administración, de modo que no basta con invocar el posible beneficio que para el recurrente implique una actividad concreta de la Administración, lo cual constituye soporte procesal suficiente para pretender frente a cualquier otra actividad o inactividad de la Administración, sino que en el supuesto del artículo 29 lo lesionado por esta inactividad ha de ser necesariamente un derecho del recurrente, definido en la norma, correlativo a la imposición a la Administración de la obligación de realizar una actividad que satisfaga la prestación concreta que aquél tiene derecho a percibir, conforme a la propia disposición general” (STS de 24 de julio de 2000, RJ 2001/289).

En segundo lugar, insiste el Tribunal Supremo en la necesidad de que la prestación exigida en vía jurisdiccional debe ser concreta. Se trata de condenar a la Administración “en los concretos términos en que estén establecidas” sus obligaciones (artículo 32.1). Es decir, los jueces y tribunales no se verán en la tesitura de tener que “sustituir” a la Administración ante su inactividad determinando el cómo, dónde o cuándo del ejercicio de una potestad administrativa, porque los términos de su cumplimiento se desprenden objetivamente de la norma, del acto, del contrato o del convenio.

El único trámite previo que establece la nueva regulación para acceder al contencioso es la “reclamación” realizada al órgano administrativo que permanece inactivo36. No se trata de forzar el acto administrativo como requisito previo al proceso, sino de dar la oportunidad a la Administración de actuar debidamente a través de una especie de interpellatio, que tiene por finalidad tratar de evitar el proceso cuando la Administración no ha cumplido por motivos distintos a su falta de voluntad de cumplimiento. La propia estructura administrativa y la eficacia de la actividad administrativa requieren esta “llamada de atención” que, en ningún caso, debe volverse contra el ciudadano diligente. Pasados tres meses desde que fuera presentada la reclamación sin haberse obtenido la prestación, quedará expedita la vía judicial.

2º) El apartado 2 del artículo 29 da cabida a un supuesto de hecho distinto del anterior: los “afectados” por la inejecución de un acto administrativo pueden reclamar su ejecución. Las diferencias son ostensibles. Se tratará normalmente de actos firmes de contenido desfavorable (frente al concepto de “prestación” que determina la acción del apartado 1) que no han sido debidamente ejecutados con el consiguiente perjuicio a terceros interesados en que dicha ejecución se produzca (a quienes se exigirá por tanto un simple interés legítimo y no un derecho subjetivo).

En estos casos, deberá hacerse igualmente una reclamación ante la Administración, de la misma naturaleza que la prevista en el apartado 1 del artículo. Con la diferencia de que el plazo para que la Administración actúe es ahora de un mes, transcurrido el cual quedará abierta la vía judicial, cuyo proceso se sustanciará por el procedimiento abreviado.

b) “Otra novedad destacable es el recurso contra las actuaciones materiales en vía de hecho. Mediante este recurso se pueden combatir aquellas actuaciones materiales de la Administración que carecen de la necesaria cobertura jurídica y lesionan derechos e intereses legítimos de cualquier clase. La acción tiene una naturaleza declarativa y de condena y a la vez, en cierto modo, interdictal, a cuyo efecto no puede dejar de relacionarse con la regulación de las medidas cautelares” (E.M.).

El concepto de “vía de hecho” ha estado presente en la doctrina37 y la jurisprudencia de los tribunales ordinarios y del propio Tribunal Constitucional38, mucho antes, incluso, de que el legislador de 1998 acometiera la tarea de regular la acción para exigir su cesación.

No existe unanimidad jurisprudencial sobre el alcance que tiene la expresión “vía de hecho”. Así, existe una línea jurisprudencial que encaja en el concepto los supuestos de nulidad de pleno derecho de actos administrativos dictados prescindiendo total y absolutamente del procedimiento legalmente establecido.

Por el contrario, existe otra línea jurisprudencial más restrictiva, que limita los supuestos de vía de hecho a los de inexistencia absoluta de decisión o soporte administrativo.

El TS no ha tomado posición en esta cuestión. Desde fechas muy tempranas ha reconocido claramente como “vía de hecho” la ausencia absoluta de procedimiento (STS 22 de septiembre de 1990).

Con frecuencia, la vía de hecho se mide desde el parámetro de la seguridad jurídica y de la protección de la confianza legítima de los ciudadanos (STS de 18 de octubre de 2000).

El tradicional carácter revisor de la JCA logró durante largo tiempo que el conocimiento de estas cuestiones se remitiese a la jurisdicción civil, por la vía de la admisión de interdictos contra la Administración Pública. La ausencia de acto administrativo, la consiguiente actividad material de la Administración y la naturaleza revisora de la jurisdicción contenciosa provocaron una línea jurisprudencial con escasas excepciones proclive a la declaración de inadmisibilidad de los recursos planteados ante vías de hecho, salvo que previamente se hubiese provocado una decisión administrativa39.

La superación de esta recortada panorámica del proceso contencioso-administrativo se produjo a través del reconocimiento del propio TC de la vía de hecho como una actuación material de la Administración “no amparada siquiera aparentemente por una cobertura jurídica” comprensible en la genérica expresión “actos de la Administración Pública sujetos al Derecho administrativo” de la Ley Jurisdiccional entonces vigente y de otras leyes similares (STC 160/1991, de 18 de julio)40.

Actualmente, la LJCA reconoce como actividad administrativa impugnable las “actuaciones materiales que constituyan vía de hecho” (artículo 25.2) y establece que el demandante podrá pretender que se declare contraria a Derecho y que cese dicha situación, cuando formulado requerimiento de cesación a la Administración no fuera atendida dentro de los veinte días siguientes, sin necesidad de ulteriores trámites (artículos 30 y 32).

Lo dicho respecto a la reclamación previa al recurso contra la inactividad debe reproducirse aquí, con un matiz importante: el carácter potestativo del requerimiento. Ahora bien, tal carácter potestativo es más teórico que real. Una simple simulación de un caso de vía de hecho pone de manifiesto que las posibilidades de acudir directamente a la JCA son escasas, a la vista del plazo recortadísimo que se establece en el artículo 46.3 de la LJCA:

“Si el recurso contencioso-administrativo se dirigiera contra una actuación en vía de hecho, el plazo para interponer el recurso será de diez días a contar desde el día siguiente a la terminación del plazo establecido en el artículo 30. Si no hubiere requerimiento, el plazo será de veinte días desde el día en que se inició la actuación administrativa en vía de hecho”.

El tenor literal del precepto no ofrece dudas respecto a su aplicación: si no se hace requerimiento, el interesado tendrá un plazo de veinte días desde el día en que se inició la vía de hecho. La regla parece desproporcionada. En primer lugar, no debería establecerse como dies a quo el del “inicio” de la vía de hecho, sino el del momento en el que el interesado tiene constancia de tal situación. Porque la vía de hecho es en sí misma una actuación llevada a cabo por cauces ilegítimos, sin rodearse el poder público de sus formalidades habituales. En segundo lugar, la existencia misma de un plazo plantea dudas: ¿acaso la vía de hecho no es una situación de tal ilicitud que debiera poder plantearse ante la justicia administrativa en cualquier momento mientras persistan sus efectos?

5. Las medidas cautelares

Si el artículo 24 de la Constitución española de 1978 se dejó sentir con fuerza en cada una de las facetas del contencioso-administrativo, la impronta en la regulación de las medidas cautelares fue decisiva. La configuración tradicional del proceso contencioso- administrativo como proceso al acto había venido predeterminando una regulación recortada e insatisfactoria de la justicia cautelar. La preponderancia de la presunción de legalidad del acto administrativo sólo permitía considerar como excepcional su suspensión, erigida además en la única medida a acordar por los tribunales de justicia.

La jurisprudencia y la doctrina41, en una atenta lectura de la Exposición de Motivos de la LJCA de 1956, permitieron ir ampliando las posibilidades de juego de la suspensión de la ejecutividad del acto administrativo, pero fue sin duda la fuerza del artículo 24.1 de la Constitución, en su vertiente de derecho a la justicia cautelar, la que impuso una “nueva matriz teórica” en esta y tantas otras cuestiones. La expresión se debe a un colega y magistrado, González Navarro, utilizada en un auto del Tribunal Supremo de 20 de diciembre de 1990 que revela la virtualidad del artículo 24 de la Constitución, ya que dentro del derecho a una tutela judicial efectiva se incluye el derecho a una cautelar, pero también la influencia positiva del Derecho y de la jurisprudencia comunitaria. De esta se deduce la máxima de que “la necesidad del proceso para obtener razón no debe convertirse en un daño para el que tiene razón”.

La Ley de 1998 se hace eco de este nuevo planteamiento. El carácter excepcional de la medida de suspensión del acto en el contencioso tradicional deja paso a la facultad del juzgador de adoptar las medidas cautelares cuando sea necesario para asegurar a finalidad legítima del proceso42. La admisión de las medidas cautelares como un remedio común y no excepcional venía requerido por la larga duración de los procesos contencioso-administrativos que, además de constituir en sí mismo una quiebra del derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, podía llegar a provocar que en el momento de dictarse la sentencia la actuación recurrida fuese irreversible o el derecho vulnerado no pudiese ser restituido en su integridad43.

En relación con lo que se está tratando, la ley de 1998 dispone que la medida cautelar podrá únicamente acordarse cuando, previa valoración de todos los intereses en conflicto, la ejecución del acto o la aplicación de la disposición “pudieran hacer perder su finalidad legítima al recurso”. Y podrá denegarse cuando de ella “pudiera seguirse perturbación grave a los intereses generales o de tercero”. El primer criterio es expresión del conocido periculum in mora. El segundo es “contrapeso o parámetro de contención del anterior criterio”44.

En definitiva, el interés general ha de ser ponderado por el Tribunal o juez tanto para acordar la suspensión, como de una manera específica para denegarla si su otorgamiento pudiera ocasionar daño grave. La confrontación se plantea entre interés general e intereses particulares o entre diferentes intereses generales o públicos.

Con anterioridad a la vigente ley de 1998 el criterio fundamental era la imposibilidad o dificultad en la reparación del daño causado45. En la actualidad el centro se encuentra en la posible pérdida de razón del proceso en el que se inserta el incidente de la medida cautelar. Quien pide la suspensión ha de aducir esa pérdida, que es lo prioritario46, y la Administración para impedirla ha de invocar que la suspensión ocasionaría un daño grave para el interés general. La decisión queda en manos del Tribunal al enjuiciar cada caso concreto. El interés general es determinado por el Tribunal contencioso-administrativo, al hilo de cada caso, como indica el precepto legal al referirse a la valoración o ponderación “circunstanciada”.

Controvertido es el principio de la “apariencia de buen derecho” (fumus boni iuris)47, presente en la jurisprudencia nacional y comunitaria antes y después de la entrada en vigor de la LJCA de 1998. El principio del fumus boni iuris impone una “actividad de predicción elemental” (STS de 9 de febrero de 2004) que debe realizarse sin entrar a valorar el fondo del asunto ni prejuzgar la decisión final que pudiera recaer, pues en tal caso “se quebrantaría el derecho fundamental al proceso con las debidas garantías de contradicción y prueba” (STS de 14 de abril de 2003). Según el Tribunal Supremo, “permite (1) en un marco de provisionalidad, (2) dentro del limitado ámbito de la pieza de medidas cautelares, y (3) sin prejuzgar lo que en su día declare la sentencia definitiva, proceder a valorar la solidez de los fundamentos jurídicos de la pretensión, siquiera a los meros fines de la tutela cautelar” (STS de 16 de abril de 2006). La aplicación del principio tras la entrada en vigor de la LJCA de 1998 ha generado una jurisprudencia cambiante, mayoritariamente restrictiva respecto a la aplicación del criterio, al menos como elemento decisivo de la adopción de la medida cautelar.

La influencia del Derecho comunitario se ha hecho notar en una ampliación del fin de estas medidas cautelares, como sucede en materia de contratos públicos. No se trata sólo de impedir que se causen perjuicios a los licitadores, sino también de la posibilidad de corregir, “lo antes posible y mediante procedimiento de urgencia” las infracciones ocurridas en la preparación del contrato, antes de su adjudicación definitiva, con legitimación posible para cualquier interesado. Por eso, con toda propiedad se denominan provisionales48.

6. La sentencia

a. La motivación de las sentencias

La motivación de las Sentencias es una obligación constitucional (artículo 120,3 CE) que deriva del derecho a la tutela judicial efectiva, pero también corresponde a una adecuada argumentación jurídica de relevancia procesal incuestionable, en el diálogo que se establece entre actores y juez en el proceso.

La motivación está en estrecha relación con el principio de congruencia. El artículo 33 de la LJCA dispone que se juzgarán “dentro del límite de las pretensiones formuladas por las partes”, pero también “de los motivos que fundamente el recurso y la oposición”. Y el 67, que la sentencia “decidirá todas las cuestiones controvertidas en el proceso”.

El no cumplimiento de esos preceptos dará lugar a los conocidos supuestos de incongruencia omisiva, positiva, mixta o por desviación. Que no siempre se cumplen lo testimonian frecuentes sentencias del Tribunal Supremo que resuelven recursos de casación49.

No ofrece dudas la existencia de una incongruencia omisiva -la más frecuente- cuando falta resolución sobre una de las pretensiones de las partes50, aunque admitido el recurso de casación por esa falta no es obstáculo para que el Tribunal Supremo desestime el recurso contencioso originario, entrando en el fondo del asunto, sin limitarse a anular la Sentencia del Tribunal “a quo”51.

La evolución en esta materia se refleja en la STS de 14 de diciembre de 2007:

“Debe precisarse que en un primer momento la jurisprudencia identificaba “cuestiones” con “pretensiones” y “oposiciones”, y aquellas y estas con el “petitum” de la demanda y de la contestación, lo que llevó en más de una ocasión a afirmar que cuando la sentencia desestima el recurso resuelve todas las cuestiones planteadas en la demanda. Pero es cierto, sin embargo, que esta doctrina fue matizada e, incluso superada, por otra línea jurisprudencial más reciente de esta misma Sala que viene proclamando la necesidad de examinar la incongruencia a la luz de los arts. 24.1 y 120.3 de la CE; de aquí que para definirla no baste comparar el “suplico” de la demanda y de la contestación con el “fallo” de la sentencia, sino que ha [de] atenderse también a la “causa petendi de aquellas” y a la motivación de esta (Sentencias de 25 de marzo de 1992, 18 de julio del mismo año y 27 de marzo de 1993, entre otras)”.

La cuestión litigiosa que determina objetivamente el ámbito del proceso se distingue, obviamente, de los motivos o razones jurídicas alegadas52. El Tribunal puede, no obstante, fundar la sentencia en motivos distintos sometiéndolos a las partes para que aleguen (artículo 33.2)53.

No es inusual que se produzcan auténticas incongruencias materiales por omisión o Sentencias que no basan su fallo en precepto alguno citado formalmente, sin jurisprudencia expresa en qué fundarse y sin invocación de un principio general del Derecho.

b. Alcance de la potestad de ejecución

La ley de 1998 (artículo 71) ha supuesto un avance en la línea del protagonismo de las pretensiones y los derechos subjetivos o intereses legítimos que las sustentan. Se echa en falta, sin embargo, un contenido más apropiado de la sentencia en los procesos que han nacido como consecuencia de una inactividad material de la Administración, en los que el demandante espera -esa era su pretensión- que se lleve a cabo una determinada actividad debida. En estos casos, el Juez debería tener poder para dar cumplimiento, por sí mismo o por medio de un tercero, a lo dispuesto en la sentencia con independencia de la voluntad de la Administración condenada.

Se ha cuestionado su existencia en el proceso contencioso-administrativo sobre la base de la imposibilidad de la ejecución forzosa contra la Administración54 y porque supondría, en puridad, “sustituir” a la Administración en un ámbito tradicionalmente reservado al poder ejecutivo. Concretamente, el llamado poder de sustitución55 es un imperativo constitucional de los artículos 117.3 y 118 de la Constitución cuando se trata de inejecución de sentencias, al atribuir exclusivamente a los jueces y tribunales, sin excepción de orden jurisdiccional, la función de “ejecutar lo juzgado” de acuerdo con las leyes, pudiendo adoptar las medidas que estimen precisas, concretamente las previstas en la LEC -de aplicación supletoria-, entre las cuales consta ordenar que se haga lo mandado a costa del obligado (artículo 924 LEC), requiriendo a tal efecto la colaboración que estimen oportuna de otros entes públicos o personas privadas (STC 67/1984, de 7 de junio).

Además, la posibilidad de que los jueces y tribunales sustituyan la inactividad de la Administración tiene ya una base legal en el artículo 108 de la LJCA, que otorga al tribunal una doble facultad-deber, en caso de incumplimiento de sentencias, consistente en: 1) adoptar las medidas necesarias para que el fallo adquiera eficacia cuando se trate de sentencias que condenen a la Administración a dictar un acto (letra b); 2) ejecutar la sentencia a través de sus propios medios o requiriendo la colaboración de autoridades y agentes de la Administración demandada o de otra diferente (letra a).

No habría ningún inconveniente en admitir la posibilidad de que los jueces y tribunales ejecutasen directamente -y ese sería el fallo de la sentencia estimatoria- una actividad de obligada prestación incumplida por parte de la Administración en favor de uno o más interesados cuando el título legitimador no sea la sentencia, sino otra fuente obligacional: una norma de directa aplicación, un acto, un contrato o un convenio administrativo, por utilizar las mismas expresiones que actualmente emplea la LJCA en su artículo 29.1. Se trataría de dar más protagonismo a los jueces en la fase ejecutiva del proceso “sustituyendo” la indolencia o pasividad de la Administración56. La sustitución de la Administración en todos estos casos encontraría su límite tan sólo en las llamadas “prestaciones personalísimas o infungibles”.

La sustitución de la inactividad administrativa por una decisión jurisdiccional será terminantemente posible -más aún, dice el TS, imprescindible, en términos de congruencia- cuando el acto anulado sea fruto de la actuación de una potestad reglada: aquí el Derecho proporciona al juez todos los datos necesarios para definir el contenido de su decisión. Tal sustitución es viable, así, en el desarrollo de un control de legalidad y resulta insoslayable en la actuación de una “efectiva” tutela judicial (STS de 3 de diciembre de 1993).

c. La inejecución de Sentencias

La inejecución de sentencias tiene una larga y variada historia. El fenómeno ha puesto de relieve la dificultad que, con demasiada frecuencia, ha tenido que afrontar el ciudadano que ha obtenido una sentencia estimatoria de su pretensión. Los artilugios empleados por la Administración son variados. No es cuestión de analizarlos con detenimiento. Bastará la enumeración de los que constituyen un muestrario sacado de la realidad vivida: retrasos o ejecución morosa; tergiversación de los términos de la ejecutoria; anulación de los efectos mediante actos o disposiciones posteriores: elevación de rango de la norma; creación por vía reglamentaria de la imposibilidad de ejecutar; aprobación de disposiciones aclaratorias; traslado por necesidades del servicio del funcionario repuesto en virtud de la Sentencia…

El Tribunal Constitucional corrobora la existencia de esas prácticas recordando lo que también el Tribunal Supremo ha calificado como “la insinceridad de la desobediencia disimulada” por parte de los órganos administrativos (STS de 21 de junio de 1977, Sala 5ª), que se traduce en cumplimiento defectuoso o puramente aparente, o en formas de inejecución indirecta, como son entre otras las modificaciones de los términos establecidos en la ejecutoria, la reproducción total o parcial del acto anulado o la emisión de otros actos de contenido incompatible con la plena eficacia del fallo” (STC 16/1987, de 27 de octubre).

Cuestiones actuales se plantean con la petición de ejecución de sentencias desestimatorias. A pesar de los inconvenientes de orden práctico que puedan resultar y los propios Tribunales reconocen, se sostiene que “la ejecución que procede es la del acto, y no la de la sentencia, la cual, a efectos de ejecución, lo ha dejado intacto, sin quitar ni añadir nada a su fuerza ejecutiva. Una sentencia desestimatoria confirma el acto impugnado, lo deja tal como fue dictado por la Administración demandada, y el Tribunal de Justicia no puede decir ni aconsejar ni ordenar a aquella cómo tiene que ejecutarlo” (STS de 22 de septiembre de 1999). La cuestión se plantea en asuntos trilaterales, como sucede en la expropiación forzosa, cuando la Administración expropia a favor de un particular. Los actores son la Administración expropiante, el beneficiario de la expropiación y el expropiado.

Problemática también es la ejecución de sentencia que anula en apelación otra estimatoria. Y aunque parece sorprendente, tiene también dificultades la ejecución de sentencia desestimatoria, favorable a la Administración, cuando se trata de desestimación parcial y más aún si se ha operado una alternancia política que afecta a lo órganos de la Administración. La composición de intereses se entrecruza con el “llevar a puro y debido término la Sentencia”.

III. Conclusiones [arriba] 

Las fortalezas y debilidades del sistema judicial español son suficientemente debatidas y sopesadas por la clase política, los gobernantes y, sin duda, la ciudadanía. Los poderes del Estado no han estado al margen de esa reflexión.

La Ley de 1998 ha supuesto un paso adelante en la consecución de las aspiraciones del Estado de Derecho proclamado en la Constitución. La ampliación de pretensiones, la justicia cautelar o la reducción a mínimos de obstáculos formales en el proceso contencioso- administrativo son buenas muestras de ello.

Pese a todo, es tarea pendiente la mejora de la calidad y del servicio que el ciudadano reclama de la Administración de Justicia. La duración de los procesos y la calidad de las resoluciones judiciales son los mejores ejemplos. Será cuestión de agilizar el proceso, sin merma de garantías esenciales, de medios propios del siglo XXI y de más personal. Pero de poco servirían las reformas si no se cuenta con jueces preparados. “Mientras que una judicatura especializada puede administrar una justicia impecable con instrumentos procesales deficientes, unos jueces ineptos, aun rodeados de las máximas garantías de independencia, serán incapaces de satisfacer las demandas de Justicia de los ciudadanos frente a las arbitrariedades de unas Administraciones públicas cada día más complejas y tecnificadas”, decía González Pérez en el Paraninfo de la Universidad de A Coruña a propósito de unas Jornadas de Estudio sobre la Jurisdicción Contencioso-administrativa57.

Por eso cuidar la formación de los magistrados debería ser preocupación principal de los poderes públicos, no solo para lograr la calidad de la justicia, sobre todo en materias muchas veces de alta especialización, sino y principalmente para aumentar la confianza de los ciudadanos en el Estado de Derecho58.

 

 

Notas [arriba] 

* Catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad de A Coruña; ex Consejero de Estado; ex Rector de la Universidad de A Coruña. E-mail: meilan@udc.es.
** Profesora Titular de Derecho Administrativo en la Universidad de A Coruña. E-mail: martagp@ udc.es.

1 Cfr. Meilán Gil, José Luis. “El marco constitucional del Derecho administrativo en España”, V foro Iberoamericano de derecho administrativo, Quito, 2006, pp. 159-168.
2 Cfr. Meilán Gil, José Luis. “La aplicación de la ley de la jurisdicción contencioso-administrativa en el marco del derecho a la tutela judicial efectiva”, El procedimiento administrativo y el control judicial de la administración Pública, INAP, Madrid, 2001, pp. 19 y ss.
3 “Dicha Ley, en efecto, universalmente apreciada por los principios en los que se inspira y por la excelencia de su técnica, que combina a la perfección rigor y sencillez, acertó a generalizar el control judicial de la actuación administrativa, aunque con algunas excepciones notorias que imponía el régimen político bajo el que fue aprobada...”.
4 Cfr. Meilán Gil, José Luis. “El objeto del contencioso-administrativo”, en: El proceso contencioso- administrativo, EGAP, Santiago de Compostela, 1994, pp. 19-38.
5 Cfr. Meilán Gil, José Luis. “La jurisdicción contencioso-administrativa y la Constitución española 1978”, en: jornadas de estudio sobre la jurisdicción contencioso-administrativa, Universidad de A Coruña, 1998, en donde los derechos fundamentales se califican como “elementos fundantes de la jurisdicción contencioso-administrativa”, p. 14.
6 El anticipo fue una enmienda de autoría de Meilán Gil a la “ley para la reforma política” previa a la Constitución. Cfr. Fernández Miranda, Pilar y Alonso. Lo que el rey me ha pedido, Barcelona, 1995, p. 261. González Pérez, Jesús. La dignidad de la persona, RAJ y L, 1986, pp. 64-65. Anexo al núm. 158 del Boletín Oficial de las Cortes, p. 145.
7 Cfr. Meilán Gil, José Luis. “Sobre el acto administrativo y los privilegios de la Administración”, en: administración Pública en perspectiva, Universidade da Coruña, A Coruña, 1996, pp. 391 y ss.
8 Cfr. Meilán Gil, José Luis. “Prólogo” a García Pérez, Marta. El objeto del contencioso-administrativo, Aranzadi, Pamplona, 1999, pp. 21-22.
9 Un análisis de esta doctrina constitucional en Alonso Ibañez, María Rosario. “Artículo 51”, en: comentarios a la Ljca de 1998, Civitas, Madrid, 1999, pp. 441 y ss.
10 ¿Qué otra cosa se puede decir de la situación del ciudadano que tarda diez años en obtener una sentencia que decida su pretensión para empezar el calvario de intentar que se lleven a efecto sus mandatos si tiene la suerte de que la resolución le sea favorable? El dato de los diez años es sugerido junto con otras interesantes reflexiones por González Pérez, Jesús en sus clásicos comentarios a la Ljca, Civitas, 3era edición, Madrid, 1999, p. 45. “La cifra no es exagerada ni excepcional”, aclara el autor, para quien “si la lentitud ha sido uno de los males endémicos del proceso, de todo proceso, hoy ha adquirido niveles inadmisibles en el ámbito de la Justicia administrativa”. Javier Delgado barrio, Magistrado del Tribunal Supremo y después su presidente, escribía en el año 1988 un artículo en actualidad administrativa con un título muy expresivo: “En torno al recurso contencioso- administrativo: una regulación excelente y un resultado decepcionante”.
11 STC 36/1984, de 14 de marzo: “Este concepto (el de proceso sin dilaciones indebidas) es manifiestamente un concepto jurídico indeterminado o abierto que ha de ser dotado de un contenido concreto en cada caso atendiendo a criterios objetivos congruentes con su enunciado genérico…”.
12 Véase. el voto particular del magistrado Tomás y Valiente en la STC 5/1985, de 23 de enero.
13 Existen sentencias alentadoras: “Excluir, por lo tanto, del derecho al proceso sin dilaciones indebidas las que vengan ocasionadas en defectos de estructura de la organización judicial sería tanto como dejar sin contenido dicho derecho frente a esa clase de dilaciones” (STC 223/1988, de 24 de noviembre).
14 STC 73/1992, de 13 de mayo. Véase extensamente López muñoz, Riansares. Dilaciones indebidas y responsabilidad patrimonial de la administración de justicia, 2da edición., Ed. Comares, Granada, 2000.
15 Véase extensamente sobre la inembargabilidad de bienes públicos Cholbi Cachá, Francisco y Merino Molins, Vicente. Ejecución de sentencias en el proceso contencioso-administrativo e inembargabilidad de bienes públicos, Lex Nova, Valladolid, 2007.
16 Son reveladores los datos que arroja el Estudio del Servicio de Inspección del Consejo General del Poder Judicial referido al año 2007 (www.poderjudicial.es). Si atendemos, por ejemplo, a la actividad del Tribunal Superior de Justicia de Galicia, que resuelve en única instancia un volumen importante de asuntos pero recibe, además, los recursos de apelación contra sentencias o autos dictados por los juzgados de lo contencioso-administrativo, observamos que en el año 2007 entraron 8.002 nuevos asuntos (5.381 en 2006 y 4.769 en 2005); se resolvieron 5.413 (5.560 en 2006 y 5.538 en 2005); con un volumen acumulado de asuntos pendientes de 11.473 (8.834 en 2006 y 9.146 en 2005). En el mismo Estudio figura el tiempo medio de respuesta por parte del órgano judicial: 23,31 meses en 2007 (17,58 en 2006 y 18,17 en 2005).
17 Véase por todas la STS de 13 de marzo de 2000: “…El escrito de interposición del recurso, al concretar los actos administrativos referidos a la materia litigiosa, expresa el objeto preciso sobre el que ha de proyectarse la función revisora de este orden de jurisdicción contencioso-administrativa, ya que marca los límites del contenido sustancial del proceso (sentencias de 13 de marzo de 1999, 22 de enero de 1994 o 2 de marzo de 1993)”. Véase una posición crítica en García Pérez, Marta. El objeto del proceso contencioso-administrativo, Aranzadi, Pamplona, 1999, pp. 146 y ss.
18 Véase García Pérez, Marta. “La regla de la inalterabilidad de la pretensión en el proceso contencioso- administrativo”, anuario da Facultade de Dereito da Universidade da Coruña, nº 2, 1998, pp. 299 y ss.
19 Véase por todas la STS de 24 de julio de 2000 (RJ 1001/289): “… el artículo 2,a) de la Ley de la Jurisdicción, ha hecho desaparecer legalmente la noción del acto político como causa de exclusión del control judicial de los actos del Gobierno, en cuanto que ya toda la actividad de éste, cualquiera que sea su naturaleza, se somete al control del orden jurisdiccional contencioso-administrativo, en lo que se refiere a la protección de los derechos fundamentales y al cumplimiento de los elementos reglados a que deba sujetarse aquella actividad”.
20 Véase una reflexión sobre esta cuestión en Meilán Gil, José Luis. “La aplicación de la LJCA en el marco del derecho a la tutela judicial efectiva”, en El procedimiento administrativo y el control judicial de la administración Pública, MAP, Madrid, 2001, pp. 28 y ss.
21 Artículo 51 LJCA.
22 Apartados 2, 3 y 4 del artículo 51 LJCA.
23 Una muestra de esta interpretación espuria de la inadmisibilidad se encuentra también en relación con el escrito de
preparación del recurso de casación, tanto por el Tribunal Supremo como por el Tribunal Constitucional. Véase una reflexión más extensa en Meilán Gil, José Luis. “La aplicación de la ley de la jurisdicción contencioso-administrativa en el marco del derecho a la tutela judicial efectiva”, El procedimiento administrativo y el control judicial de la administración Pública, INAP, Madrid, 2001, pp. 32 y ss. y en la interpretación mayoritaria de lo que se entiende por normas de derecho autonómico -no estatal o comunitario europeo- para fundar la inadmisión del recurso de casación.
24 Véase sobre el silencio administrativo García Pérez, Marta. “La nueva regulación del silencio administrativo tras la Ley 4/1999, de 13 de enero, de modificación de la Ley 30/1992”, anuario de la facultad de derecho de la universidad de a Coruña, n° 3, 1999, pp. 221 y ss.; de la misma autora, “El silencio administrativo negativo”, cuadernos de derecho Público, n° 12, 2001, pp. 171 y ss.; “La inaplicación del artículo 46 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa al silencio negativo. ¿El fin de una polémica?”, anuario de la facultad de derecho de la universidad de a Coruña, n° 9, 2005, pp. 335 y ss.; y “El silencio administrativo tras la sentencia del Tribunal Supremo de 28 de enero de 2009”, anuario de la facultad de derecho de la universidad de a Coruña, n°. 14, 2010.
25 “La estimación por silencio administrativo tiene a todos los efectos la consideración de acto administrativo finalizador del procedimiento” (artículo 43 de la LPAC).
26 Véase artículo 43 LPAC.
27 Véase una interesante reflexión sobre el fundamento constitucional de la obligación de resolver tras la CE de 1978 en: Morillo-Velarde Pérez, José Ignacio. “Hacia una nueva configuración del silencio administrativo”, revista Española de derecho administrativo, número 49, Civitas, Madrid, 1986, pp. 65-84.
28 Sentencia de 7 de noviembre de 1999, ponente Francisco González navarro.
29 Sentencia de 30 de junio de 1999, ponente Rodolfo soto Vázquez.
30 Véase sobre el objeto del proceso contencioso-administrativo García Pérez, Marta. El objeto del contencioso-administrativo, Aranzadi, Pamplona, 1999.
31 Cfr. Meilán Gil, José Luis, “Prólogo” a García Pérez, Marta. 1999, pp. 20-21, y su referencia a los remedies de la judicial review. González-Varas Ibáñez, Santiago. Comentarios a la Ley de la jurisdicción contencioso-administrativa, Tecnos, Madrid, 2000.
32 Véase artículos 26.1 y 31.
33 Una de las principales dudas que plantea la articulación de la cuestión de legalidad es la exigencia de firmeza de la resolución judicial sobre el acto administrativo, al que no afectará la sentencia que en su caso pudiera recaer sobre la legalidad del reglamento que le sirvió de aplicación. La alternativa a este sistema es recognoscible en otras fórmulas de nuestro ordenamiento jurídico. Por ejemplo, y salvando las distancias, la cuestión de inconstitucionalidad suspende el proceso principal en el cual se planteó, quedando condicionada la resolución del conflicto a una previa decisión del Tribunal Constitucional sobre la cuestión planteada.
34 Cfr. Carlón Ruiz, Matilde. La cuestión de ilegalidad en el contencioso-administrativo contra reglamentos, Thomson-Civitas, Cizur Menor, Navarra, 2005.
35 Son palabras de la Exposición de Motivos del Proyecto de Ley, que fueron luego suavizadas en la versión definitiva de la Ley 29/1998.
36 Dicha reclamación no debe confundirse con una solicitud en sentido formal, es decir, con la forma de iniciación de un procedimiento (artículos 68 y 70 de la Ley 30/1992), ni la desatención de la Administración con un “acto presunto” (artículo 43). Ello significaría una vuelta al carácter revisor de la JCA, que expresamente niega la Exposición de Motivos de la Ley.
37 Cuando la actividad ejecutoria administrativa no se legitima en un acto administrativo previo, porque no se ha dictado o porque ha dejado de existir (por haber sido anulado o revocado); cuando el acto incurre en tan grave defecto que carece de toda fuerza legitimadora; cuando la ejecución material no guarda conexión con el supuesto de hecho del acto que le sirve de fundamento o es desproporcionada con los fines que se propone; cuando, con posterioridad al título de la ejecución (acto administrativo), no se realizan los actos conminatorios previos a la ejecución (notificación y apercibimiento, cuando su ausencia constituye un vicio esencial y no se reducen a una mera comunicación o aviso de lo que la Administración se propone realizar); o cuando las actuaciones ejecutorias se realizan sin previo procedimiento o sin observar las reglas de competencia, la doctrina habla de actuaciones de la Administración en vía de hecho. Véase por todos López menudo, francisco. Vía de hecho administrativa y justicia civil, Civitas, Madrid, 1988.
38 Véase STC 160/1991, de 18 de julio: “No existe en la doctrina científica unanimidad acerca del concepto de vía de hecho. Mientras para algunos en tal concepto se engloban todos aquellos supuestos en que la Administración “pasa a la acción sin haber adoptado previamente la decisión que le sirva de fundamento jurídico” o cuando comete “una irregularidad grosera en perjuicio del derecho de propiedad o de una libertad pública”, para otros se refiere a los supuestos en los que se produce “inexistencia de acto legitimador” o cuando “existiendo acto administrativo, adolezca de tal grado de ilicitud, que se le niegue la fuerza legitimadora”. Puede definirse la vía de hecho como una “pura actuación material”, no amparada siquiera aparentemente por una cobertura jurídica”.
39 Véase la STS de 20 de mayo de 1977.
40 La cuestión, como se deduce de lo expuesto, no está definitivamente zanjada y tal como se ha enjuiciado no deja de producir insatisfacciones, como es el caso de imputación de infracción y sanción correspondiente, cuando la Administración se funda en un supuesto de hecho interno que, por propia inactividad, no ha sido objeto del preceptivo procedimiento con exigencias de publicación y audiencia de los interesados. La Administración ejerce una potestad sancionadora con base en una apariencia de legalidad que no existe, como es el caso de una línea de deslinde del dominio público marítimo-terrestre, de lo que no se ha iniciado formalmente el procedimiento para establecer, al menos, un deslinde provisional.
41 Cfr. Meilán Gil, José Luis. “La suspensión jurisdiccional de los actos administrativos en el derecho español”, revista andaluza de administración Pública, n° 28 (1996), pp. 11 y ss. y bibliografía allí citada.
42 Esta idea se plasmó en la Exposición de Motivos de la Ley de 1998, al señalar que “la adopción de medidas provisionales que permitan asegurar el resultado del proceso no debe contemplarse como una excepción, sino como facultad que el órgano judicial puede ejercitar siempre que resulte necesaria”.
43 La regulación de las medidas cautelares se contienen en los artículos 129 a 136 del texto legal vigente. Atendidas las circunstancias de especial urgencia se adoptará la medida inaudita parte (art. 135).
44 STS de 20 de mayo de 2009, con un excelente resumen de la doctrina jurisprudencial.
45 La referencia al interés general, que figuraba en la exposición de motivos de la ley de 1956, fue adquiriendo mayor importancia en la jurisprudencia. Cfr. Rodríguez-Arana Muñoz, Jaime. La suspensión del acto administrativo, Montecorvo, Madrid, 1986; Chinchilla Marín, Carmen. La tutela cautelar en la nueva justicia administrativa, Civitas, Madrid, 1991; Jimenez Plaza, Carmen. El fumus boni iuris: un análisis jurisprudencial, Iustel, Madrid, 2005.
46 “La finalidad legítima del recurso es no sólo, pero sí prioritariamente, la efectividad de la sentencia que finalmente haya de ser dictada en él”. STS de 18 de noviembre de 2003.
47 Referencia que sí aparecía, sin embargo, en el proyecto de Ley, en el que se contemplaba como supuesto habilitante de la medida cautelar “cuando existan dudas razonables sobre la legalidad de la actividad administrativa”.
48 Directiva 89/665/CE de 21 de diciembre modificado en 1993 y 1997. Cfr. artículo 37 de la Ley 30/2007 de 30 de octubre de contratos del sector público que regula un recurso especial en materia de contratación que se refiere a “defectos de tramitación”.
49 La STS de 3 de junio de 2003 cita la jurisprudencia constitucional.
50 STS de 1 de diciembre de 2003.
51 STS de 17 de julio de 2007.
52 Como dice la STS de 12 de enero de 1996, el primero se enmarca “en el ámbito propio de los hechos, y el otro, en el de la dialéctica, la lógica y el derecho, circunstancia que explica la inalterabilidad que debe existir en el planteamiento y fijación de lo perteneciente al primer campo (supuestos de hecho), sobre todo y especialmente en los escritos de conclusiones, y la elasticidad y ductilidad permitida en el campo de lo segundo (fundamentos o razones jurídicos)”.
53 Ver García Pérez, Marta. “La regla de la inalterabilidad de la pretensión en el proceso contencioso- administrativo”, anuario da Facultade de Dereito da Universidade Da Coruña, nº 2, 1998, pp. 299-318.
54 Véase en general la monografía de Beltrán de Felipe, Miguel. El poder de sustitución en la ejecución de sentencias condenatorias de la administración, Civitas, Madrid, 1995.
55 Utilizando la expresiva terminología de Beltrán de Felipe en el título de la monografía citada en la nota anterior.
56 Véase un planteamiento extenso de esta posibilidad, con referencia al derecho italiano, en Martin Delgado, Isaac. La ejecución subrogatoria de las sentencias contencioso-administrativas, IUSTEL, 2006.
57 Cfr. García Pérez, Marta (Coord.). Jornadas de Estudio sobre la jurisdicción contencioso-administrativa, Universidade da Coruña, A Coruña, 1998, p. 134.
58 Véase Meilán Gil, José Luis. “La jurisdicción contencioso-administrativa y la Constitución española 1978”, en: García Pérez, Marta (Coord.). jornadas de estudio sobre la jurisdicción contencioso- administrativa, Universidad de A Coruña, 1998, p.30.



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