JURÍDICO PERU
Doctrina
Título:¿Son stakeholders los consumidores?
Autor:De La Cuesta Rute, José María
País:
España
Publicación:Revista de Derecho de la Universidad de Piura - Volumen 12 (Número 1) - Diciembre 2011
Fecha:01-12-2011 Cita:IJ-DCCXXXIX-769
Índice
Sumarios

El presente trabajo se dirige a analizar si la creciente preocupación por los llamados consumidores y usuarios en el campo del derecho mercantil es o no coincidente con la no menos creciente atención a la doctrina de la responsabilidad social empresarial o corporativa. A ese fin se considera lo que puede tenerse por una “noción amplia” de consumidor y por una “noción estricta o restrictiva”. Ninguna de esas nociones postula que el derecho mercantil tenga que hacerse eco de la responsabilidad social empresa- rial, cuya justificación, por otro lado, es más que discutible. La consideración de los consumidores en sentido amplio como stakeholders no añade nada al correcto concepto económico de empresa y de mercado competitivo ni por lo tanto tampoco añade nada al derecho mercantil que, por definición, se refiere a esos fenómenos económicos. Una noción restrictiva de consumidor que pudiera identificarse con los integrados en un grupo de stakeholder no es consistente con el sistema de economía de mercado ni tampoco es necesaria para que las instituciones del derecho mercantil cumplan su finalidad ni, menos, para formar un Derecho del consumo como rama jurídica sistemática.


The present work is directed towards the analysis of whether the currently growing concern for the so-called consumers and users in the field of mercantile law coincides or not with the also growing attention to entrepreneurial or corporate social responsibility. To this means applies what could be held as an “amplified notion” and a “restrictive or strict notion” of consumer. None of these notions postulates that mercantile law has to echo entrepreneurial social responsibility, whose justification, on the other side, is more than debatable. The consideration of consumers in a wide sense as stakeholders does not add much to the correct economical concept of entrepreneur and competitive market and it therefore does not add much to mercantile law, which by definition, refers to those economical phenomenon. A restrictive notion of consumer which could be identified with the integrates in a group of stakeholders is not consistent with the system of market economy neither is it necessary for institutions of mercantile law to comply with their duties, nor, least of all to form a Law of consumption as a systematic judicial branch.


I. Introducción
II. Los stakeholders
III. El Derecho Mercantil ante el fenómeno empresarial
IV. Los consumidores
V. Conclusiones
Notas

¿Son stakeholders los consumidores?

José María De La Cuesta Rute*

I. Introducción [arriba] 

La pregunta a la que pretende dar respuesta el presente trabajo se formula desde la perspectiva del derecho; más concretamente desde la parcela jurídica que llamamos Derecho Mercantil, que se ocupa de las relaciones e instituciones que se establecen entre iguales –sector, pues, del derecho privado- en el tráfico patrimonial moderno1.

La razón para ocuparnos de la cuestión está en la creciente penetración de la llamada “teoría de los stakeholders” en el discurso propio del derecho mercantil. Esto no es sorprendente si se tiene en cuenta que dicha teoría se aplica a la empresa bajo la llamada responsabilidad social empresarial y el Derecho Mercantil, como derecho del tráfico patrimonial actual, tiene a la empresa como referencia central de una de sus partes y, en general, como fenómeno al que se conecta o se puede conectar, más o menos directamente, todo su contenido normativo dada la importancia de la empresa como agente operativo en aquel tráfico. Por lo mismo, el vínculo entre materia jurídico- mercantil y fenómeno empresarial no puede dejar de tener en cuenta tampoco a los consumidores que, anticipamos, son también agentes en el tráfico patrimonial en cuanto que son quienes satisfacen sus necesidades mediante el uso y consumo de los bienes y servicios generados en el proceso productivo.

Pero si hay razón para que tratemos del tema, el hecho de que lo enuncie entre interrogaciones nos anticipa que resulta dudoso si la “teoría de los stakeholders” debe ser considerada por el derecho mercantil. Ha de reconocerse que al formularse el tema como pregunta no sólo se expresa que se desarrollará este trabajo desde una posición crítica, sino que también se anticipa la conclusión de que el derecho mercantil no es territorio idóneo para ser colonizado por el stakeholding, que es concepto que, a partir de la “teoría de los stakeholder”, se estima hoy idóneo para entender los sistemas social, económico y político.

En realidad, ni el término consumidor expresa por si ningún concepto jurídico ni tampoco lo hace el término stakeholder. El primero tiene sentido en el campo de la economía por referencia al acto de consumo como distinto, e incluso opuesto, al acto productivo; el término stakeholder tiene su fundamento en el campo de la sociología y de la política por referencia al mundo de las organizaciones y de su inserción en los sistemas social y político. Sucede sin embargo que, considerando a la empresa como una organización, también respecto de la economía puede usarse el término stakeholder.

No es seguro que la noción de consumidor pueda perfilarse, al menos provechosamente, según criterios jurídicos; tampoco lo es que con referencia a los stakeholders se pueda articular un régimen jurídico determinado, ni, menos todavía, que las normas jurídicas en las que pudiere acaso reconocerse al stakeholder como subyacente a sus elementos normativos sean susceptibles de articularse en un todo sistemático con las que convengan supuestamente al consumidor, reconocible como subyacente igualmente en los elementos normativas de estas últimas.

El presente trabajo intenta elucidar las inseguridades a que me refiero.

II. Los stakeholders [arriba] 

1. Noción de stakeholders

El término inglés stakeholder, de frecuente uso en la actualidad, surge en el lenguaje sociológico y de filosofía moral y política en conexión con el fenómeno empresarial. Aun cuando el término en sí no es invención de Freeman, él ha sido quien ha consagrado definitivamente su uso para designar a los grupos de personas que puede afectar o ser afectados por las actividades de la empresa2. Parece indiscutible que en sus primeras obras3 Freeman trajo al primer plano de la atención a los stakeholders a fin de fundamentar una metodología de gestión estratégica. No es necesario entrar en polémica sobre si la “teoría de los stakeholders” se mantiene por Freeman en ese terreno o si, por el contrario, la extiende al campo de la gestión normativa, como parece deducirse no sólo de sus obras posteriores4, sino de varios estudios realizados desde el terreno de la ética empresarial así como de alguno de los galardones que se han otorgado a nuestro autor en el mundo universitario. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que el discursos acerca de los stakeholders cobra su sentido con referencia a una organización y sólo resulta provechoso si en ese discurso se implica a los managers de la organización. De acuerdo con esto, sólo en lo que el fenómeno empresarial tiene de organización debe poder alcanzarle semejante discurso y, además, no porque el alcance debe tener que ser considerado consistente con el correcto discurso económico sobre la empresa; por lo tanto, y en cuanto que no lo sea, no deberá tenerse en cuenta, con independencia de lo adecuado que resulte en el campo sociológico o político. Además, en la medida en que la “teoría de los stakeholders” no se ajuste a los principios y a los conceptos propios de la economía tampoco deberá ser recibida en el ámbito del derecho mercantil. Esta conclusión debe mantenerse incluso aunque se atribuya a la “teoría de los stakeholders” una función normativa, puesto que su normatividad pertenecería al campo de le ética antes que al mundo del derecho5.

2. Los stakeholders y la responsabilidad social empresarial

La responsabilidad social empresarial propone cuestiones que exigen meditación por lo que se refiere a su uso en relación con el grupo de interesados que forman los consumidores. Se hace entonces necesario dedicar unas palabras, siquiera sean breves, al tópico de la responsabilidad social empresarial.

Hablar de ello se ha puesto de moda como señala algún autor6. El carácter proteico de lo que con ese tópico pretende expresarse se aprecia incluso al observar la ambigüedad con que se formula: responsabilidad social ¿empresarial o corporativa?, o, quizá, ¿empresa socialmente responsable?, o acaso, ¿obrar responsable del empresario? Sin poder aquí entrar en las razones que me inclinan a ello7, manifiesto mi preferencia por la responsabilidad social empresarial.

Con ésta expresión se hace referencia a que en el curso de la acción del empresario y en el proceso de toma de decisiones a él imputables se ha de extender el horizonte referencial de tal modo que sea capaz de englobar a la totalidad de los grupos de personas constituidos por quienes pueden afectar o verse afectadas por la actividad empresarial. El empresario actúa “responsablemente” si se atiene a las pautas que se deducen de los distintos grupos de stakeholders. Entre esos grupos nos planteamos si hemos de considerar al formado por los consumidores.

En consecuencia, el stakeholding se convierte en un método de diálogo social concerniente a la organización de la empresa en el que los stakeholders son “interlocutores válidos” del empresario, que para ser socialmente “responsable” ha de superar la visión de los intereses individuales como paradigma de su acción para pasar a considerar los colectivos. Así planteada la cuestión, no parece que puedan presentársele objeciones. Sin embargo, al profundizar, se advierte que, haciendo transitar la acción del empresario desde el campo de los intereses privados al de los intereses colectivos, se establecen puntos en donde anclar razones habilitantes para una supuestamente legitima intervención de quien se erige, con razón o sin ella, custodio y garante de los intereses colectivos o “públicos”, es decir, el Estado. Con ello se afecta sin duda, el concepto de empresa privada e incluso el mismo concepto de empresa; uno y otro aspecto tienen obvia repercusión en el campo jurídico.

En rigor, la responsabilidad social empresarial se conecta a la consideración de los “fallos del mercado”, en concreto por la insuficiencia del sistema de precios ya que, en ocasiones, no integra la relación costes/beneficios sociales. Se trata de lo que se conoce como externalidades. Aunque ciertamente las externalidades pueden ser tanto positivas como negativas, la responsabilidad social empresarial tiene en cuenta ante todo éstas últimas puesto que pretende que grupos de personas ajenas a los beneficios que reporta la actividad empresarial no hayan de soportar sus costes.

Adoptada la perspectiva de la responsabilidad social empresarial, todos los grupos de personas afectadas por la actividad de la empresa son considerados stakeholders; todos los grupos sin excepción. Y, lo que es más grave, el cuidado que se supone merecen sus intereses se considera al mismo nivel sin tener en cuenta, pues, la posible existencia de un vínculo relacional capaz de justificar, en su caso, la imposición al empresario de un deber concreto y bien definido de comportamiento. Si se observa la cuestión con detenimiento se reparará en que cuando se habla de responsabilidad social empresarial se está hablando de una serie de grupos, los stakeholders, que se sitúan ante el empresario en virtud de muy variados intereses con lo que ello implica de imprecisión por una parte, y por otra, con lo que de erróneo ello tiene desde el punto de vista jurídico y económico.

Si con el tópico responsabilidad social empresarial quiere significarse algo, será que al empresario le es exigido un determinado comportamiento. Ahora bien, si nos situamos en el campo jurídico, la responsabilidad, de la que puede derivarse una sanción punitiva o una obligación de reparar un daño causado o ambas cosas, se mide de modo distinto según que entre el sujeto responsable y el que haya sido su víctima exista o no un vínculo relacional concreto (y se habla entonces de responsabilidad contractual) o no exista más vínculo que el derivado de la humana convivencia (y se habla entonces de responsabilidad extracontractual, aquiliana o por el acto ilícito). En todo caso, jurídicamente se precisa un obrar u omitir antijurídico por parte del sujeto de la acción o la omisión que, cabalmente, por ello queda responsable; se precisa igualmente que se identifique la victima del daño en los casos en que se trate de que un interés propio haya sido lesionado y por eso deba ser reparado8. Esto es lo que se sigue del derecho privado de la responsabilidad por no guardar el comportamiento debido en referencia al cumplimiento de las obligaciones y deberes o por no guardar el comportamiento impuesto por la humana convivencia de no causar daño a otro; ha de notarse que la institución de la responsabilidad civil guarda una perfecta armonía con el sistema presidido por el derecho de propiedad: el daño que ha de repararse es la lesión al derecho de propiedad. Pero cuando se trata de la responsabilidad social empresarial, el ambiguo término social significa que el comportamiento que le es exigido al empresario se justifica por razones de utilidad social sin que sea preciso entonces identificar a nadie en particular como destinatario del obrar “responsable”, que por haber sufrido una lesión en su interés propio tiene derecho a que le sea reparado; se supone que los beneficiarios de la responsabilidad son todos los portadores a priori de unos intereses “difusos”, que, por lo demás, pueden ser compatibles con otros intereses individuales derivados de una relación existente con el sujeto responsable9. En éste sentido el obrar socialmente “irresponsable” debería encontrar su sanción por la vía administrativa o penal o bien incluso fuera del ámbito jurídico mediante la aflicción inherente al reproche social por no ajustarse al estándar de conducta socialmente exigible.

Como se advierte, se excede el marco del derecho privado para hacer incidir en el territorio del derecho público, cuando no a secas en el de la política, nada menos que el comportamiento que se supone debido por el empresario en el ejercicio de su empresa; es evidente que, a partir de tan discutible tópico, se aceptarán títulos habilitantes para la intervención de los poderes públicos en el desenvolvimientos de la empresa privada así como no se dudará en diseñar “políticas ad hoc”.

Esto plantea inevitablemente la cuestión acerca de la sede idónea para tratar de la responsabilidad social empresarial. No deja de ser significativo que tanto los documentos comunitarios o internacionales sobre el particular10, como los textos legales del Ordenamiento español11, como, en fin, los trabajos de la doctrina incluso de la favorable a la responsabilidad social empresarial subrayen que el comportamiento “responsable” no debe imponerse coactivamente. Se deduce de esto, que dicha responsabilidad consiste en un paradigma de conducta por considerarse sin duda excelente. En consecuencia, es imposible admitir que el tipo de conducta que se propone -no impone- al empresario pertenezca propiamente al campo del derecho puesto que no se siguen consecuencias jurídico-privadas de no atenerse al paradigma. Esto no quiere decir sin embargo que no se adscriba a ese socorrido y no menos ambiguo terreno del soft-law que vemos hoy proliferar por doquier y, por mi parte, no sin preocupación.

Porque mediante el recurso al soft-law se “propone” una serie de conductas que se dicen proceder del sector de la “autorregulación”. Ésta apelación a la regulación autóma presenta un lado brillante indiscutible, entre otras, cosas porque parece muy acorde con la modificación del sistema de fuentes del derecho que impone la globalización12 pero no dejaremos de encontrar un lado oscuro al considerar que la “autorregulación” se sustancia hoy día mediante centros de poder verdaderamente coercitivos carentes de toda legitimidad13.

No puede caber duda de que con esa consideración u otra, de la responsabilidad social empresarial se habla hoy con absoluta naturalidad y no deja de plantearse la forma más adecuada para “rendir cuenta” de ello14 pero, sobre todo, no dejan de otorgarse emblemas y reconocimientos por parte de la Administración que entrañan una indirecta coacción a secundar la “política” de responsabilidad social empresarial. Podría pensarse, por lo tanto, que estamos ante un uso social y la respuesta podría ser afirmativa con la consecuencia inevitable de la coacción social que el uso implica.

Pero en todo caso si se propone la conducta como deseable, e incluso se acepta que así sea por quienes participan del concepto de una moral objetiva, no es dudoso que puede remitirse al campo de la ética15.

Mas en toda ésta discusión se puede perder de vista lo fundamental que consiste, a mi entender, en si la doctrina de la responsabilidad social empresarial se ajusta o no a los conceptos y los principios de la ciencia económica y, por ende, a los del sector del derecho que tiene a la actividad económica como su materia.

III. El Derecho Mercantil ante el fenómeno empresarial [arriba] 

Conviene recordar que de los aspectos jurídico-privados del fenómeno empresarial se ocupa el derecho mercantil16.

Que el derecho haya de operar con conceptos jurídicos de ninguna manera significa que éstos puedan elaborarse sin contar con los propios y adecuados a la naturaleza del fenómeno “prejurídico” de que se trate, pues sólo entonces los conceptos jurídicos así acuñados serán útiles o funcionales; en nuestro caso, el derecho no puede prescindir de lo que la economía nos enseña acerca de la empresa.

De entre las varias vertientes de ésta, la más importante es la que podemos señalar como subjetiva. El empresario es, como no podía ser menos, la figura central del fenómeno desde el punto de vista jurídico; se puede hablar de empresa porque hay un empresario. Pero, a su vez, el empresario se define por su función. La función empresarial consiste en la coordinación entre medios (recursos, siempre escasos) y fines (necesidades) cuya oportunidad, que descubre el empresario con perspicacia, que llega, incluso, hasta la invención de nuevos recursos para nuevas necesidades, le determina a la acción. Como consecuencia de la función coordinadora, que siempre entrañar un cierto descubrimiento, se generará una ganancia o beneficio que no puede corresponder a nadie más que al empresario17.

De aquí se deduce que el fenómeno empresarial se resume en un sujeto, el empresario, que actúa o despliega una actividad. Sucede sin embargo que, a menudo, esa actividad “creativa” del sujeto empresario necesita para poder ser llevada a efecto de unos elementos o factores que, entre otras cosas, hacen posible la perdurabilidad de la acción. Estos elementos, que son bienes de distinta naturaleza, material e inmaterial, se articulan de una determinada manera según el proyecto o plan del empresario, resultando así un conjunto organizado al que, en general, los juristas llamamos empresa, si bien, por mi parte, considero preferible designar a este aspecto objetivo del fenómeno empresarial con el término de establecimiento18 o negocio19 para evitar equívocos.

En aquellos supuestos en que la actividad empresarial precisa un establecimiento o negocio, la acción del empresario en el cumplimiento de su función coordinadora se ordena a la organización de los bienes que han de integrarlo tanto como a dispensar a su clientela los bienes y servicios que han resultado de su acción productiva. De éste modo, la acción del empresario se proyecta en un ámbito que se suele designar interno o de organización y en un ámbito externo que se desenvuelve en el mercado20.

Concebida así la función empresarial, es claro que la idea de empresa se vincula a la actividad económica21. Esta vinculación se determina ante todo por la ganancia que se espera se produzca en virtud de la contraprestación que entreguen a cambio del bien o servicio producido aquellos cuya necesidad confían satisfacer con los bienes y servicios resultantes de la acción del empresario. Estos adquirentes, que pueden ser considerados consumidores, son, desde el punto de vista jurídico, clientes del empresario; y será jurídicamente hablando, un contrato el modo por el que, al adquirir los bienes o servicios, se convierten en consumidores. Por ello, siendo la expectativa de beneficio o ganancia la causa final de la acción del empresario y obteniéndose esa ganancia en virtud del número de contratos con los clientes, es incuestionable que el plan del empresario se realizará según un cálculo efectuado sobre la base de las informaciones que obtenga del mercado acerca de los deseos y necesidades de los consumidores y clientes potenciales de modo que le permita formular una expectativa razonable de clientela. Las informaciones a que me refiero se condensan en el sistema de precios.

Por lo tanto, la acción externa del empresario, a la que se ordena como instrumento su acción interna, se traduce en relaciones contractuales entre el empresario y sus clientes; nótese, pues, que, en realidad, éstos, es decir, los clientes, no se pueden considerar ajenos a la empresa, y si se suele hablar, como yo mismo he hecho, de que aparecen en el ámbito externo de la actividad es para diferenciar el ámbito de relaciones constituidas con referencia al campo de los fines de la acción empresarial o mundo de cobertura de necesidades de los consumidores o clientes del ámbito de relaciones instrumentales, que es el mundo de los recursos o de los medios.

Vistas así las cosas, creo que se deduce que la actividad empresarial tanto puede verse afectada por las actitudes de diferentes grupos de personas como puede ella misma afectar a esos u otros grupos, bien que no todos se encontrarán en el mismo grado de relación con el empresario. En efecto, en el ámbito interno, estarían los grupos de aportantes de capital si es que el empresario es una sociedad de capital (sociedad anónima y sociedad de responsabilidad limitada) o el grupo de aportantes de actividad a título de socio si el empresario es una sociedad personalista (sociedad regular colectiva o sociedad comanditaria) así como el grupo que contribuye con sus actividad (trabajadores) a la generación de los bienes y servicios que se ofrecerán por el empresario a los clientes potenciales; también puede incluirse dentro del ámbito interno al grupo de proveedores de commodities y utilities; por último, en el ámbito externo se incluirá a la clientela del empresario. Tomada la empresa como organización en abstracto, en el ámbito externo podrían incluirse también otros grupos constituidos, por ejemplo, por los vecinos de la localidad en donde la organización empresarial tiene su sede y, en definitiva, otros grupos que en cada caso puedan surgir en atención a concretas circunstancias respecto de las cuales puede ser incluso indiferente la finalidad a que se ordena la organización como instrumento pero no así las consecuencias de su operación; en este caso nos encontramos ante la consideración de la esencial transitividad de toda acción humana cuyos efectos, a partir de un cierto punto, escapan al control del sujeto agente.

El derecho llamado mercantil no abarca todas las perspectivas jurídicas del fenómeno empresarial que se descubren al observar el amplio panorama que acaba de ofrecerse. Por exigencias internas al propio sistema jurídico pero, a mi juicio, también por imponerlo su función respecto de la materia sometida a tratamiento y que exige, según sabemos el respeto a su propia naturaleza, el derecho mercantil se reduce a contemplar al empresario, al resultado de su actividad interna excepto a lo que concierne a las relaciones laborales22 y a su actividad externa, reducida ésta a la de establecer relaciones en el mercado de sus bienes o servicios.

A mi juicio, en las tres vertientes señaladas el derecho mercantil se atiene a las exigencias que impone el respeto al derecho de propiedad, al derecho de contratos y, en último término, al principio de “seguridad del tráfico”, entendido, no como excepción, sino como modulación del principio de “seguridad jurídica”. En este sentido, el derecho mercantil no duda en atribuir la condición de empresario a quien es titular de los recursos de capital que se arriesgan en la actividad productiva ya que de la ganancia o beneficio que, en su caso, se obtenga por esa actividad se detraerá cuanto sea necesario para satisfacer todas las deudas contraídas en la misma actividad de manera que el empresario puede hacer suyo solamente el beneficio residual.

Cuando los aportantes del capital son varios, estamos en el caso del empresario llamado social por contraposición al individual y en tal caso se atribuye la condición de empresario a la sociedad, a la que, por lo demás, en el derecho español se le reconoce siempre la personalidad jurídica. Es, a mi juicio, por completo erróneo estimar que los accionistas de una sociedad anónima o los participes de una de responsabilidad limitada como, en general, los socios de la sociedad personalista23 que ejerza la empresa constituyen un grupo de interesados en ella en un plano de igualdad con otros grupos de interesados. Cualesquiera sean los desajustes que puedan apreciarse entre la función del empresario social según el derecho y la función del empresario según la economía24, en lo esencial se produce coincidencia, puesto que a la sociedad el derecho le imputa el curso de la acción empresarial y en el seno de la sociedad, según ordene su contrato, se producen los procesos de toma de decisiones necesarias para la permanente adaptación de aquella acción a las informaciones extraídas del mercado.

De otro lado, el derecho mercantil considera al establecimiento o negocio desde el punto de vista de los objetos del derecho, es decir, como aquello sobre lo que recae una titularidad y puede, por consiguiente, ser objeto de intercambio.

Por último, el derecho mercantil tiene en cuenta aspectos del ámbito externo del fenómeno empresarial al tratar de los contratos que son los modos jurídicos en que se manifiesta el cambio en el mercado de los bienes y servicios obtenidos en el proceso productivo. Puesto que las operaciones de cambio, los contratos en suma, se efectúan el mercado, el derecho mercantil se preocupa de mantener para éste las condiciones que garanticen su eficiencia, en especial, la competencia mercantil.

Si combinamos cuanto acabamos de decir con lo que antes se dijo sobre la noción de stakeholder, llegaremos a la conclusión de que o bien la “teoría de los stakeholders” no encuentra cabida en el ámbito del derecho mercantil o bien en el caso de que aparentemente no haya inconveniente en aceptarla, nada justifica hacerlo y, en éste sentido, sinceramente creo que no resulta conveniente25. Veamos, en primer lugar, por qué no tiene cabida en el ámbito del Derecho Mercantil la “teoría de los stakeholders”.

Tal y como se formula en el campo de la sociología y estimando que se orienta a la actitud de y hacia las organizaciones en el terreno social y político, la “teoría de los stakeholders”, a través del concepto de stakeholding, se construye como “participación en el dialogo social” entre quienes representan a la organización y todos sus stakeholders así como entre éstos entre sí como premisa de legitimación de las decisiones adoptadas por la organización.

Con independencia de que el fenómeno empresarial nos sitúe antes que en el terreno de la decisión en el plano de la acción, el carácter de “interlocutores válidos” de la empresa atribuido a los stakeholders y sobre el que se construye el concepto de stakeholding26 resulta o inútil o totalmente ajeno al repertorio de cuestiones jurídico-mercantiles que puede deducirse de lo que hemos dicho hasta ahora. El Derecho Mercantil con las limitaciones propias del carácter jurídico, que le hacen incapaz de agotar todos los aspectos de los fenómenos desde todos y cada uno de los posibles puntos de vista, se ocupa de la empresa como acción del empresario que sólo a él es imputable con todas sus consecuencias jurídicas; por lo tanto, otros supuestos intereses distintos de aquellos a los que se ordena por su propia naturaleza la acción empresarial no pueden gobernar la acción ni desde el punto de vista económico ni tampoco jurídico-mercantil. Sólo de los consumidores se puede predicar, si se quiere, la condición de “interlocutores válidos” del empresario, porque sus intereses, que se manifiestan mediante el mercado que es el más perfecto sistema de interlocución, es determinante de la acción empresarial; pero, por eso mismo, no es necesario destacar ese carácter. Si consideramos a otros grupos de stakeholders, advertimos también la necesidad de recortar el stakeholding en nuestro caso.

Desde luego, no podemos considerar stakeholders, ni siquiera a efectos de que el empresario pueda tener en cuenta su interés, a los grupos que son por completo ajenos a la acción y a la organización empresarial tanto por lo que se refiere a su ámbito interno como externo. El carácter transitivo de toda acción humana hace que también la del empresario tenga consecuencias en ámbitos que escapan de su control. Escapan al control del sujeto agente por la sencilla razón de que no existe entre los hombres quien pueda conocer el tiempo y el lugar ni tampoco ninguna circunstancia relativa a las posibles consecuencias de la acción y ni siquiera cuales serán éstas. Resulta, pues, totalmente ilusorio pretender que el empresario haya de tener en cuenta los ignotos intereses de los no menos ignotos interesados en su acción empresarial27.

Aun reduciendo el campo a los grupos de interesados que se perfilan útilmente tanto en el ámbito interno como externo de la acción del empresario, tampoco deben, a mi juicio, ser considerados al mismo nivel unos y otros grupos. No es aceptable incluir entre los stakeholders a los accionistas (si el empresario es una sociedad anónima) o a los partícipes (si es una sociedad de responsabilidad limitada) o a los socios (si se trata de una sociedad personalista) porque al proceder así se los está considerando como unos contribuyentes más al resultado del proceso productivo de la empresa y no como aquéllos que son propietarios, y, por esta razón, les resulta imputable la acción y les está atribuida la decisión. Y es que si nos detenemos con toda atención en el discurso del stakeholding, se podrá apreciar que, en realidad, tiene como referente subjetivo a los managers que son tratados, en consecuencia, como centro del poder o del control sobre la empresa sin ningún título jurídico que lo avale, y que es ocasión, como es sabido, de un permanente debate por los mercantilistas en los casos en que se trata de un empresario social puesto que la cuestión de la tensión entre propiedad y control sólo tiene sentido con referencia a una sociedad que ejerza la empresa y, apurando el análisis, siempre que la sociedad sea de capital.

La referencia a los managers está implícita en la “teoría de los stakeholeders” ya se considere ésta útil a efectos de la gestión estratégica de la empresa o ya para la gestión normativa de la misma. En la primera función no pasaría de ser una propuesta teórica en relación con la más amplia teoría del management28. La consideración del valor normativo del stakeholding permite hablar de la responsabilidad social empresarial.

En el primer sentido podría aceptarse el stakeholding, bien que en todo caso limitada y circunstanciadamente, en relación con los supuestos en que se particularice el estudio y tratamiento del management. No sería, en cambio, de ninguna manera aceptable si se estimase como el medio para hacer efectiva la gestión normativa de la empresa.

Pero en todo caso hay que reconocer que la vinculación del stakeholding al management es congruente con la matriz en que se incuba ese concepto, que no puede negarse es la de las organizaciones con un no despreciable peso en la sociedad. Entonces, por lo que se refiere a la empresa, y dejando al margen a los que opinan que en el empresario, en su condición de actuante de tal, no puede reconocerse ninguna partícula de poder stricto sensu29, se trataría de la gran empresa o, si se prefiere, de la empresa grande. Como desde luego de la pequeña y aún mediana empresa no cabe predicar ninguna participación en el poder, habremos de deducir que la “teoría de los stakeholders” no es congruente con la empresa en sí, dado que el stakeholging no tiene razonable aplicación más que en función del tamaño de la empresa y no por referencia a la acción empresarial por sí misma.

En conclusión, resulta, pues, muy dudoso que la empresa sea referencia para la aplicación de la “teoría de los stakeholders”, pero se hace necesario progresar en el análisis porque, dentro de los grupos de interesados no ajenos a la empresa, encontramos citado expresamente de manera invariable al integrado por los consumidores.

Por otro lado, conviene también proseguir nuestro estudio dado que se podría reprochar que lo ganado hasta aquí se atenga a lo que se deduce del derecho mercantil positivo vigente mientras que la “teoría de los stakeholders” constituiría un punto crítico que, por su fuerza normativa, ha de influir en el cambio del Ordenamiento jurídico positivo.

IV. Los consumidores [arriba] 

1. Noción amplia de consumidor

En el lenguaje común, el término consumidor hace referencia al sujeto que consume; pero un significado con densidad científica se percibe en el campo de la economía por aludir a quien realiza un acto de consumo que, a su vez, se distingue del acto de producción. El acto de producción caracteriza al empresario como agente u operador económico frente al consumidor que es quien consume los bienes producidos y que, por lo mismo, no deja de ser también un agente económico.

En realidad, consumidor es aquel que siente la necesidad que será remediada mediante el bien o servicio producido por el empresario. Puede aceptarse, en consecuencia, que el consumidor es término de claro significado económico y, además, esencialmente relativo en cuanto que no es enteramente inteligible si no es por referencia a un empresario.

Es de interés subrayar las dos cosas siguientes. De un lado, que si un sujeto es consumidor tan sólo por referencia a un empresario, también lo es por referencia a tan sólo un único concreto acto de adquisición de un bien o del uso de un servicio. De otro, que como el acto de adquisición se lleva a cabo en un mercado, el consumidor es quien resultar ser demandante en ese mercado de bienes o servicios en que éstos se ofrecen por los empresarios.

Si continuamos razonando en términos económicos, consideraremos que, al ocupar una posición de demandante en el mercado, el consumidor es determinante en la formación del sistema de precios que suministra la información sobre la que el empresario efectúa el cálculo racional imprescindible para poder cumplir su específica función de tal, es decir, la de coordinación de recursos y fines.

Partiendo de ahí, y como consecuencia de ello pero siempre dentro del terreno de la economía, el consumidor nutre la clientela del empresario. De clientela se habla en un doble sentido. En primer lugar, de clientela efectiva; en segundo, de clientela potencial. Este es un síntoma más del carácter procesual de los mercados, respecto de los que sólo puede hablarse de algo que ha sido y de algo que puede ser, obedeciendo pues a una consideración del tiempo real que poco tiene que ver, por no decir nada, con el secuencialismo del tiempo newtoniano30.

En rigor, la clientela efectiva no puede referirse al presente sino tan sólo al pasado, porque el empresario no puede tener certidumbre acerca de que volverá a realizar otro acto de consumo quien ya lo realizara con anterioridad y por lo que se le puede considerar consumidor integrante de la clientela efectiva. De suerte que lo valioso para el empresario está en la clientela potencial, esto es, aquella que se integrará por quienes realicen actos de consumo en el futuro, tanto sean las mismas personas que realizaron anteriormente actos idénticos ya sean distintas las personas. Es claro, pues, que el interés del empresario tanto se manifiesta en que los anteriores consumidores repitan –a eso tienden las estrategias dirigidas a la “fidelización” de la clientela– como en que se amplíe el número de consumidores –a ello se dirigen las estrategias encaminadas a la conquista de cuotas de mercado cada vez mayores–.

Es necesario sin embargo notar que la incertidumbre se mantiene tanto respecto de la clientela efectiva como de la potencial. Por eso se tratará de minimizar esa incertidumbre mediante la información que suministra el mercado según el sistema de precios. Como la expectativa acerca de la clientela se genera a partir del comportamiento que se deduce de los agentes u operadores en el mercado y puesto que del cumplimiento de esa expectativa depende el beneficio o la ganancia del empresario, se comprende que pueda hablarse de la “soberanía del consumidor” como principio a que obedece la actividad del empresario y que se determina en el mercado. En este sentido deseo advertir ya desde este momento de que el principio de “soberanía del consumidor” y su correlato en la actividad empresarial exigen la apertura del mercado a todo aquél que quiera acceder a él o, dicho de otro modo, que el mercado sea competitivo y contestable.

En el marco de la economía en que estamos situados, no es dudoso que el término consumidor tiene un pleno significado y sirve a una función conceptualizadora esencial para comprender incluso el significado mismo de la ciencia económica. Interesa subrayar que en este marco económico el consumidor se concibe con un grado de abstracción necesario para cumplir su función; abstracción que no resulta, por lo demás, nada contradictoria con los fines de la ciencia económica. La abstracción se manifiesta en que no se pide que el consumidor sea quien efectivamente use o consuma materialmente el bien o servicio ni tampoco ninguna cualidad subjetiva; el consumidor se identifica con quien realiza cada acto de adquisición en el mercado, considerado tan sólo como acto por el que se transmiten los títulos de propiedad y sin cuidado del uso que de ella se hará posteriormente por el adquirente o consumidor.

Las cosas no son idénticas cuando del plano de la economía pasamos al derecho. Lógico es que sea así pues que el derecho no se confunde con la economía, ni por lo tanto, sus principios son los mismos, razón por la que tampoco pueden serlo los conceptos ni, en consecuencia, se han de importar de la economía los términos que hayan demostrado su aptitud para expresar conceptos económicos. La proximidad del derecho a la economía y singularmente cuando se trata del derecho mercantil, no debe permitirnos borrar las fronteras entre el campo jurídico y el económico. Pero en la materia que aquí se trata todas las facetas que se han visto anteriormente respecto del consumidor en sentido amplio son también relevantes para el derecho.

Ciertamente que el consumidor en tanto que cliente, incluso potencial, del empresario también tiene relevancia en el campo del derecho por ser indiscutible la importancia jurídica de la clientela. Porque, aun cuando ésta no constituya en rigor un bien susceptible de apropiación jurídica mediante un derecho real, es indiscutible que, en términos amplios, la “relación de hecho”31 que la clientela representa constituye un bien jurídico tutelado, siquiera sea indirectamente, por la vía de la disciplina de la competencia desleal32. En la medida, pues, en que la clientela es, de un lado, objeto de consideración jurídica como elemento del establecimiento y, de otro, tiene su referencia en la competencia así como que el consumidor se integra en la clientela, el consumidor en sentido amplio también es considerado por el derecho. Habremos de concluir entonces que no resulta por completo desacertado el uso del término consumidor también en el plano del derecho, pero bien que reducido a las estrictas áreas que acabo de mencionar. Porque, en cambio, atender tan sólo al acto de consumo que, según hemos visto, procede del campo de la economía, no es definitorio del sujeto que es contraparte del empresario desde el punto de vista jurídico puesto que, a estos efectos, el acto de consumo es en sí mismo jurídicamente incoloro, salvo que se lo tiña con consideraciones ideológicas. En principio y por lo general33, el destino del bien o servicio referente de dicho acto es indiferente para poderlo conceptuar jurídicamente como contrato. El contrato, pues, es el concepto jurídico con el que, por lo mismo, ha de jugar el derecho al tratar del acto realizado por un consumidor o sujeto que consume.

Sin embargo es indudable que “la penetración sectorial de intereses generales en el derecho privado” hace que el consumidor irrumpa como sujeto de muchas de sus instituciones en atención a llevar más allá de razones puramente económicas y aun puramente jurídicas una preocupación por el bienestar social del que resulta promotor y garante el Estado34. Sin embargo el consumidor que se hace presente ahora responde a lo que puede considerarse un concepto estricto o restringido de consumidor.

2. Noción estricta de consumidor

Aun cuando la irrupción del consumidor en el escenario del derecho privado se produce básicamente en conexión con las decisiones políticas e ideológicas conectadas al “Estado del Bienestar” o incluso, más ampliamente, con lo que podemos considerar la antañona “cuestión social”, es evidente que en el caso español encuentra un terreno especialmente fértil por la división del derecho privado y la presencia del derecho mercantil. Las dificultades para concebir al derecho mercantil como separado del derecho civil no obstante recaer ambos sobre posiciones, relaciones e instituciones jurídico-privadas es, sin género de duda, motivo para que en los principios y valores normativos de dicha rama se infiltren las consecuencias de considerar la figura del consumidor pero configurado ya por notas que lo especifican de tal modo que puede hablarse de un consumidor en sentido restringido.

Se ve esto con claridad si se observan las dificultades y disfunciones que han venido originando los sucesivos paradigmas conceptuales empleados para dar razón de la materia jurídico-mercantil como un todo susceptible de tratamiento jurídico sistemático. Ni el comercio en sentido objetivo ni la posición subjetivista que concede la supremacía al comerciante, ni, mucho menos, pese a lo que señala el artículo 2º del Código de comercio español, el concepto de “acto de comercio” ni tampoco siquiera los “actos en masa” son capaces de dar razón del derecho mercantil como una categoría dogmática o sistemática. Pero mientras tales paradigmas fueron utilizados, los consumidores lato sensu se mencionaban por la doctrina en relación con los “actos mixtos”. Y es que la notable significación para la infiltración del término consumidor del intento de reconstrucción de la materia mercantil en torno a la empresa y el empresario, que ha sido la teoría dominante en España en la segunda mitad del pasado siglo y todavía hoy conserva un lugar de privilegio en la doctrina española, abona el terreno para la infiltración del término consumidor entendido en sentido restringido o estricto.

Con independencia de que tampoco resulte posible centrar en la empresa y el empresario la materia propia del derecho mercantil, es obvio que el camino abierto a los iusmercantilistas para transitar en torno a la empresa y el empresario ha favorecido la consideración del consumidor como sujeto del que debe ocuparse el derecho mercantil como antagonista del protagonista propio de esta rama del derecho. En este sentido y en la medida en que el derecho mercantil se considera un derecho especial en favor de los empresarios, nada más natural que insensiblemente se piense en que no conviene a los consumidores el conjunto normativo predispuesto en favor del empresario y la empresa35.

La cuestión de la infiltración del consumidor en el ámbito del derecho privado se facilita incluso cuando el derecho mercantil no se concibe, como es mi caso, como categoría dogmática o sistemática establecida por razón de una materia determinada, sino como una categoría histórica que, por lo tanto, tiene su razón de ser en el cambio histórico que en la Baja Edad Media se produjo gracias a la llamada revolución comercial, revolución sobre la que no se duda en la actualidad, ni siquiera por autores marxistas (Dobb), que fue la primera manifestación del capitalismo36. Vinculado el derecho mercantil al capitalismo, es claro que hoy se puede considerar que constituye un derecho general patrimonial del tráfico que se efectúa alrededor del mercado teniendo, pues a éste por institución central. Se comprende entonces que, puesto que la infiltración de principios jurídico-públicos en el derecho privado como consecuencia de las pretensiones tuitivas del Estado que tienen su primera representación en el campo de la economía, sea precisamente el derecho mercantil el sector jurídico privado en donde mayor significación alcanzan las “políticas” intervencionistas. Es de interés subrayar que estas políticas arrancan de posiciones ideológicas propias del socialismo que tienen al igualitarismo como principio fundamental y al conflicto como situación social permanente y, según esa ideología, fecunda.

Me interesa señalar que lo dicho no ha de llevar a considerar que la infiltración de principios jurídico-públicos en el derecho privado se conecta exclusiva e indisolublemente a los casos en que los Ordenamientos presentan la dicotomía derecho mercantil y derecho civil, porque el hecho de que semejante infiltración se haya sufrido en todos los países es muestra de que obedece a otras causas distintas; pero no es dudoso sin embargo que la dicotomía entre sectores jurídico-privados favorece el discurso que presenta al consumidor en conflicto con el empresario.

El cambio de lo que suele llamarse la “constitución económica” se produce, dejando al margen el caso de los países sojuzgados por el marxismo en lo social y político y por el socialismo en lo económico, en torno al momento final de la Segunda Guerra Mundial. No deja de ser significativo que fuera la Ley Fundamental de Bonn (1949) la que por primera vez en la historia trazase los cimientos del “constitucionalismo económico” y lo hizo a fin de construir la llamada “economía social de mercado”.

Siguiendo los pasos del modelo alemán, la Constitución Española de 1978 acoge también preceptos sobre el sistema de economía37. Singular transcendencia ha de reconocerse, en mi opinión, al artículo 38 de la Constitución que reconoce el derecho a “la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado”. Por su referencia a los dos pilares sustanciales de la economía: la libertad de empresa y el sistema de mercado, nadie discute que dicho precepto excluye el sistema de “planificación central”, aunque en general se reconoce que la potencialidad positiva de ambos conceptos se ve empañada por referencias contenidas en el propio artículo 38 y otros preceptos constitucionales a cuestiones relativas a la productividad y otras generalizaciones semejantes. Estas referencias no han cristalizado en normas positivas de nuestro Ordenamiento pero han servido para legitimar, aparentemente al menos, toda clase de adherencias al sistema de mercado provocadas por la voracidad intervencionista del Estado.

Por otro lado, el artículo 51 de la Constitución se refiere a la “defensa de los consumidores y usuarios” y, si bien éste precepto no establece en puridad verdaderos derechos de los consumidores, a diferencia de la libertad de empresa que se configura como contenido de un verdadero derecho según se deduce no sólo de la letra de las normas constitucionales sino del diferente sistema de tutela constitucional en uno y otro caso (cfr. art. 53 Constitución Española), no ha dejado de ponerse por los tribunales y, desde luego, por los políticos en parangón con el artículo 38 de la Constitución cuyo contenido por lo tanto queda matizado y, lo que es peor, permite tener por establecida una situación permanente de conflicto entre consumidores y empresarios. Parece, en efecto, que los intereses de los consumidores no pueden quedar satisfechos simplemente mediante los instrumentos que preveía un supuesto constitucionalismo económico que prestaba fundamento a los Códigos del XIX y estaba centrado en la libertad de mercado como territorio en que el consumidor manifestaba mediante su libertad de elección su “soberanía” así como también se manifestaba ésta gracias a la primacía de la autonomía de la voluntad, que encontraba, por cierto, su fundamento en el derecho de propiedad.

Dando por supuesto, en efecto, que el “constitucionalismo económico” del siglo XIX sacramentara las prácticas del liberalismo económico, se estima, por lo general, que no puede confiarse en la actualidad al mercado la protección de los consumidores tanto por los cambios operados en su estructura como por las nuevas estrategias empresariales así como por las circunstancias derivadas de la producción y el consumo masivos o en serie.

Ahora bien, precisamente por lo que de ideológico tiene la consideración del consumidor como sujeto pasivo de una posible actitud abusiva por parte del empresario, no es fácil determinar las notas que hagan descender su concepto del campo abstracto al que antes me he referido a un plano concreto. De todas formas, a los efectos de la búsqueda que en el presente trabajo me propuse, conviene señalar que la preocupación ante la figura del consumidor por parte del derecho mercantil se produce conforme a las exigencias, al menos formales, propias de cualquier sector jurídico. En este sentido se debe considerar al consumidor stricto sensu con independencia de lo que pueda convenir en razón de la llamada responsabilidad social empresarial por no ser éste un tópico jurídico que responda a principios y conceptos de esa naturaleza.

En consecuencia, con independencia de la consideración que merezcan desde los criterios iusmercantilistas, es necesario que nos detengamos en precisar las notas que debe reunir el grupo de consumidores para poderles considerar stakeholders a efectos de la responsabilidad social empresarial.

3. La posición jurídica del consumidor

Para poder contestar a si la doctrina de la responsabilidad social empresarial es razonable que se extienda a los consumidores, resulta necesario plantearse si éstos pueden ser considerados stakeholders. Conviene recordar que la noción de stakeholder se acuña en función de los intereses de que son portadores determinados sujetos con referencia a la actividad, e incluso los objetivos, empresariales.

Para que varios sujetos puedan considerarse reunidos en un grupo en función de sus intereses es necesario que éstos sean homogéneos. Ahora bien, el grupo no se integra en nuestro caso en virtud de ningún acto voluntario por parte de los sujetos, razón por la que no hay definición voluntaria del interés común capaz de justificar al grupo. Como la existencia de éste obedece a la mera facticidad, el interés homogéneo que puede imputarse al grupo es también fruto de una objetividad a priori determinada por la posición que los sujetos ocupen en la sociedad y a la que se atribuyan unas específicas características.

De acuerdo con la cuarta acepción del Diccionario de la Real Academia de la Lengua, el término posición vale situación. Esta equiparación debe ser subrayada puesto que mientras que con el término situación se expresa un concepto jurídico bien definido, no ocurre lo mismo con la posición.

Según una definición que reputo acertada, la situación jurídica es “el modo de estar las personas en la vida social que el Ordenamiento jurídico valora y regula”38. A mi juicio, de ésta definición se deducen dos notas de interés. La primera, que la situación o posición jurídica se determina por circunstancias, dentro de las que caben las meramente temporales. Por este motivo, si bien la situación jurídica significa un modo de estar y, en este sentido, podría equipararse al status, carece de las notas de permanencia e incluso de tendencia a perdurar que caracterizan a este último. La provisionalidad de la situación así como su configuración alrededor de una relación o institución jurídica le prestan su esencial carácter relativo, que significa, por lo pronto, negar precisamente su carácter absoluto, para poder ser así calibrada por el derecho39. Pero que no pueda construirse una categoría absoluta con el consumidor no significa que la posición de éste no sea susceptible de una valoración jurídica, y hasta de una regulación, en el ámbito de una concepción relativa.

Si en términos amplios es consumidor quien adquiere para consumir, se puede afirmar que, según se ha dicho antes, aún sin mencionarlo el consumidor ha recibido tratamiento jurídico desde el sector de derecho mercantil en todo momento a partir del origen de éste pues que, con la mayoría de los autores, ha de convenirse, que dicho sector del derecho extiende su aplicación a los actos llamados mixtos precisamente porque se efectúan entre un comerciante y alguien que no lo es. De haberse usado el término por el codificador de XIX, el consumidor se configuraría entonces de forma negativa, esto es, como el no-comerciante. Por otro lado, en la época de los Códigos los intereses de tal personaje sólo se hacía presente en relación al régimen de los contratos. Sin embargo lo más importante está en que en el momento al que me estoy refiriendo no se concebía al consumidor, esto es, al no-comerciante, en oposición o conflicto con el comerciante.

Debe notarse que en la actualidad la irrupción de los consumidores y usuarios en la escena jurídica significa algo más que la presencia de un no-comerciante o no- empresario en el contrato de que se trate en cada caso. En esta última consideración, que es la propia de la doctrina de los actos mixtos, bastaba acudir a los principios generales informadores del Derecho de obligaciones para que ambas partes disfrutaran de un parejo tratamiento jurídico.

Desde mediados del pasado siglo se da carta de naturaleza a los consumidores y usuarios en conexión a un mercado de productos y servicios en el que los sujetos que ofrecen los bienes y servicios que ellos producen, comercializan o dispensan realizan su actividad por medio de empresas organizadas mientras que los que demandan esos bienes y servicios son personas particulares o individualmente consideradas que actúan aisladamente en cada “acto de consumo”. En la actualidad tanto las condiciones del espacio físico en que se materializan las operaciones (piénsese en las “ventas fuera de establecimientos comerciales”, por ejemplo) como el modo como éstas se realizan suponen un alto grado de despersonalización en los tratos que se conducen, en cambio, en gran medida según las sugerencias de la publicidad comercial.

Asimismo, una gran mayoría de bienes son objeto de un gran consumo que si representa un volumen muy considerable de ingresos para el oferente supone un precio unitario desde luego inferior a los costes que significarían formular cualquier reclamación jurídica por la insatisfacción que la operación produjese pero, sobre todo, a mi juicio, esa afluencia de ingresos para el empresario le lleva a tener que “gestionar la demanda especifica” (Galbraith) y parece entonces hacerse exacto que se fuerza el consumo para poder seguir produciendo, cosa que, consideraba económicamente acertada una influyente, aunque equivocada, doctrina económica (Keynes).

Ante esta nueva realidad, se consideran insuficientes las prescripciones jurídicas tradicionales que, por partir de la esencial igualdad de las personas, consideraban que entre ellas se daba una situación de igualdad al intervenir como parte en los contratos. Rota aquella concepción de la persona que la iguala a todas las demás, se trata de procurar que una concreta igualdad se alcance en el plano de los resultados de la acción por medio de las prescripciones autoritarias tendentes, en teoría, a neutralizar el abuso por parte del empresario al que se le supone en el disfrute del “poder de mercado”40.

Desde antes incluso de la Constitución se habían incorporado normas al Ordenamiento español tendentes a proteger a consumidores y usuarios, tal, como por ejemplo, el Estatuto de la Publicidad de 1964. Pero es con posterioridad a la Constitución cuando proliferan las normas que tienen a dichos personajes como centro subjetivo de su aplicación. De la misma manera sucede en el ámbito de la Unión Europea; por otra parte la protección de consumidores es competencia por lo general de las Comunidades Autónomas de España, por lo que haciendo uso de ella, prácticamente todas han dictado normas legales sobre la materia. Contamos, pues, en la actualidad con una considerable masa de normas estatales, autonómicas y comunitarias que de modo más o menos directo tratan de dar protección a los intereses de consumidores y usuarios.

Si se confina el Derecho mercantil al campo de operación de los empresarios, es claro que las normas sobre consumidores no tendrán fácil encaje sistemático en él, por eso se explica, que, a veces, se haya propugnado la construcción de un Derecho del Consumo. La artificiosidad de este intento y su grave disfuncionalidad social deben llevarnos a la necesidad de incorporar al sector del Derecho mercantil, mientras subsista separado del civil, toda la masa normativa de protección de consumidores puesto que no podrá negarse su radical incidencia en el desenvolvimiento de la actividad empresarial. La preocupación sistemática del legislador por los consumidores y usuarios exige acoger sus normas en el campo del Derecho mercantil, acreditándose entonces una vez más que esta rama del Derecho es la que desde su origen se proyecta sobre la actividad económica propia del sistema de mercado.

Resulta dificultoso establecer las notas que perfilarían una noción estricta de consumidor y usuario. Y es que, en mi opinión, no es posibles, una definición tipológica que sirva de una vez y para siempre. Porque, en definitiva, como el Presidente Kennedy dijera en su discurso al Congreso de los Estados Unidos en 1962 “consumidores somos todos”. En una u otra circunstancia, todos seremos consumidores y usuarios. Por eso no es posible describir los rasgos configuradores no ya de un verdadero status de consumidor o usuario sino incluso de una situación en que cada uno es consumidor o usuario por referencia a una concreta relación jurídica41.

Que es así, se comprueba al observar que ni siquiera la masa legislativa que se ocupa directamente de la protección de consumidores y usuarios los considera de modo idéntico. Hay casos además en que la protección de consumidores y usuarios se contiene en textos legales no directamente concernientes a instituciones que tienen que ver con actos de consumo. En tales casos, las leyes no suministran a efectos de su aplicación un concepto de consumidor y usuario y sería, a mi juicio, erróneo extrapolar el concepto contenido en aquellas otras leyes a la hora de aplicar estos otros textos legales.

Las dificultades para identificar al consumidor mediante una noción estricta única son trasunto de las que existen en trance de homogeneizar los intereses de los que se supone que son portadores y que es condición de posibilidad para darles tratamiento de stakeholders. En el ámbito jurídico-mercantil no se puede decir que haya una noción estricta de consumidor a la que de modo inequívoco pudiera convenirle la consideración de stakeholder según la teoría de la responsabilidad social empresarial. Sin embargo que no coincidan las nociones de consumidor como stakeholder y las varias que maneja el derecho mercantil simplemente supone que este derecho y aquella doctrina discurren por cauces distintos, pero esto no implica que la sistemática preocupación del legislador mercantil por el consumidor no obedezca a la misma raíz ideológica que impregna la teoría de la responsabilidad social empresarial. Veamos esto con algún detenimiento.

La trasposición al campo jurídico-mercantil de los principios jurídico-públicos expresivos de la “política del bienestar” puede advertirse en las siguientes aéreas:

i) Clientela y competencia mercantil. Ya ha quedado señalada la relevancia de la clientela como elemento del establecimiento mercantil. Recordemos que en la clientela está la fuente de la ganancia o del beneficio empresarial; recordemos igualmente que en la clientela se ha de incluir la expectativa de clientes futuros. Estos sólo se ganarán por el buen hacer del empresario, que se traducirá en unas ofertas apetitosas para los potenciales clientes. El campo, pues, en el que se juega la captación de clientela es el mercado y así como, para ser eficiente, debe unificar la gran multitud de impersonales posiciones de demanda, desde el punto de vista de la oferta y para conseguir el mismo fin de eficiencia, el mercado ha de ser rigurosamente competitivo. La competencia es inherente al mercado; sin competencia no hay mercado42. Se llama competencia a la rivalidad entre operadores económicos por la conquista de clientela, de donde se concluye que la competencia es una situación de hecho que resulta de la decisión libremente adoptada por los agentes económicos de actuar de una determinada manera y en un cierto mercado. De aquí se deduce que la competencia es un precipitado originado por el ejercicio de la libertad de empresa. Libertad de empresa, competencia y mercado están en inescindible relación circular43.

Puesto que el empresario ejercerá su función coordinadora sobre la base del cálculo racional fundado en la información que le suministra el mercado, el derecho a la libertad de empresa y el buen funcionamiento del mercado permiten hablar del principio de “soberanía del consumidor” que consiste fundamentalmente en la libertad de elección por los consumidores que se traducirá en sus decisiones acerca de la satisfacción de sus necesidades. En este sentido, es incuestionable la conclusión lógica de que tanto más densa será la libertad de elección del consumidor cuanto menos obstáculos o trabas encuentre cualquier sujeto para ejercer una empresa que pueda acceder al mercado sin dificultades. La ausencia de barreras, tanto de entrada como de salida, en el mercado, es decir, en general, que éste sea contestable, es la garantía de que el consumidor podrá satisfacer de la mejor manera posible sus necesidades44.

Es el caso sin embargo que en conexión con el principio de “soberanía del consumidor” se han manifestado y manifiestan los autores que pretenden ponerlo en cuestión por referencia a datos o hechos que parecen contradecirlo. Conviene señalar que en la valoración de tales hechos influye un determinado modelo intelectual de competencia mercantil. Con esto quiero advertir de que, además de consistir el modelo en un puro constructo, en la consideración de los hechos influye –como, por otra parte, no podía ser menos– el observador. Una posición metodológica establecida sobre la base de la importación de los métodos de las ciencias naturales por la ciencia económica45 fue determinante para interpretar ciertos actos relevantes para el mercado como impeditivos de la competencia, de donde surgió la convicción jurídica de que el legislador debía dictar normas que, dirigidas cabalmente a protegerla, debían ser impeditivas de dichos actos. Este es el origen del llamado derecho antitrust que, como es sabido, tuvo su primera manifestación en los Estados Unidos de América a fines del siglo XIX con la famosa Ley Sherman. El ejemplo fue seguido, sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, por la inmensa mayoría de los Estados occidentales y entre ellos, desde luego, España.

Sin dudar ni por un momento de la buena fe de los legisladores, su pretensión partía del concepto de competencia perfecta acuñado por la escuela neoclásica de economía y sustentado en la idea del equilibrio paretiano, según el cual todos los oferentes en un mercado tienen la condición de precio-aceptantes de modo que ninguno de ellos tiene la capacidad para tomar cualquier decisión que le pudiera resultar ventajosa sin que ello sea a costa de cualquiera de los demás. Según este modelo de competencia, que, como se ve, no es sino un constructo y en cuanto tal, jamás verificado en la realidad, se aborda la lucha contra los monopolios y cualesquiera manifestación de un supuesto “poder de mercado” que se presume distorsionador del juego del principio de “soberanía del consumidor”, puesto que se piensa que este sujeto pasa a ser un mero juguete en manos de los agentes económicos empresariales. En consecuencia, se prescinde de dicho principio, al menos en su papel de director del orden económico, porque, aunque con menor efectividad, en todos los sistemas libres, esto es en los no puramente socialistas aunque sí socialdemócratas, no ha dejado de tenerse en cuenta al mercado como referencia de la acción económica aunque se haya considerado destronado al consumidor de su función soberana.

Este destronamiento sin embargo entraña unas consecuencias cuya importancia no suele ser advertida. Un mercado en el que la competencia tiene que ser jurídicamente promovida implica considerar que la función empresarial es determinante de las decisiones de los consumidores, cuando en puridad la red o tejido empresarial se origina y se desenvuelve a partir de la demanda; dicho en otros términos, en un verdadero mercado, libre y competitivo por lo tanto, los costes de producción se gobiernan por la demanda que existe en ese mercado y que se deduce del sistema de precios.

En correspondencia con lo anterior, en general los actos previstos por las leyes antitrust son actos en sí mismos de competencia y no tienen por qué ser considerados siempre negativos para el mercado. Se podría decir incluso con razón que aquellas leyes precisamente se convierten en factores anticompetitivos46.

Sea de ello lo que fuere, no cabe duda que puede sostenerse que, para el sector del derecho mercantil que se ocupa de la libertad de competencia en el mercado, el consumidor resulta ser un personaje cuyos intereses se han de convertir en centro de referencia de la normativa. Otro tanto cabe decir si se considera la disciplina de la competencia desleal, puesto que, la competencia desleal constituye un ilícito contra el mercado y en este sentido contra su propia finalidad que es favorecer la libre elección por parte de los consumidores.

Si atendemos al área de la competencia mercantil la deliberación para tener como referente al consumidor como antagonista del empresario implica partir de una necesidad regulatoria y ésta exige de un título habilitante para la intervención del poder público en el mercado, a fin de promover el “bien público” de la competencia. La referencia al consumidor es ocasión así de hecho para introducir una interrupción del proceso propio del mercado47. Considerar al consumidor como un personaje alrededor del que se articula la institución jurídico-mercantil de la protección de la competencia no sólo tiene la consecuencia disfuncional en orden de la “defensa de la competencia” sino que tiene también efectos disfuncionales respecto de la “competencia desleal”.

Si como agente en el mercado el consumidor debe ser referente para la disciplina de la competencia desleal, su figura no ha de perfilarse en función de circunstancias que la adornen , sino que ha de tomarse al consumidor como demandante de bienes y servicios en el mercado y, por lo tanto, como potencial cliente del empresario. El consumidor bajo el foco del derecho de la competencia se ha de definir únicamente por su condición de “necesitado” que demanda bienes o servicios en el mercado a fin de remediar su situación; ninguna cualidad más ha de definirle. Esto es perfectamente lógico desde el momento en que alrededor la figura del consumidor se establece un régimen jurídico sobre la ilicitud de determinados comportamientos en el mercado por parte de los empresarios. Y ésta ilicitud se define por su lesión al sistema de mercado y, por lo tanto, reflejamente, al legítimo interés del consumidor en poder ejercer su libertad de elección.

En este sentido, desleal ha de ser el acto si es capaz de desviar clientela de un competidor sobre la base de informaciones o señuelos que orienten la decisión del consumidor por razones ajenas a las circunstancias que mueven su conducta en consideración a las prestaciones de cada empresario. La ilicitud inherente a la deslealtad reside en los datos objetivos del acto de competencia y carece en absoluto de sentido el introducir aspectos o factores subjetivos del consumidor, última víctima de la deslealtad en el mercado.

Si proyectamos sobre el consumidor todo el cuerpo de doctrina, jurisprudencia y legislación producidas en relación con el trasvase de principios jurídico-públicos al sector privado del derecho mercantil, advertimos que el consumidor que de ello resulta no es el consumidor que ha de ser referencia en la disciplina de la competencia. Éste último ha de configurase simplemente por su posición relativa a un empresario del que adquiere el bien o el servicio sin cuidado de circunstancias que supuestamente le sitúan en una situación de debilidad respecto del “poder de mercado” que se atribuye a todo empresario; este otro es, en cambio, el consumidor que supuestamente justifica el repetido trasvase de principios jurídico-públicos. Con referencia a la disciplina jurídica de la competencia en su conjunto debe tratarse, pues, del consumidor por su relación con el empresario; ésto es, se ha de definir tan sólo por las razones estrictamente económicas de ser quien siente la necesidad que intenta remediar gracias al bien o servicio que el empresario le facilita. En otros términos, en relación con la competencia, no debe tenerse en cuenta más que al consumidor en sentido amplio.

En muy estrecha relación con la clientela y la competencia, aunque también con el área de los contratos, se encuentran las estrategias empresariales dirigidas precisamente a la conquista de la clientela y respecto de las que se manifiesta la rivalidad competitiva.

Me refiero claro está a todos los procesos de marketing, al uso de marcas, a las estrategias de diferenciación de productos incluso mediante diseños y, en general, a todo ese mundo inmaterial de enorme significado empresarial en nuestros días hasta el extremo de dar lugar a que se hable del “capital reputacional”48; y al lado de todo ello, básicamente, la publicidad. En relación cabalmente con este mundo, significados autores expresan la necesidad de defender al consumidor frente a los actos de poder del empresario49. Ahora se trata de un consumidor concreto que responderá a una noción estricta de consumidor.

Sinceramente, no puede entenderse bien por qué toda esa actividad dirigida a la consecución del “capital reputacional” se considera que debe ser atendida por el derecho en beneficio tan sólo de un determinado sector de consumidores y no, como sería lo lógico de estar justificada esa protección, a todo consumidor, entendido, pues, tan solo como contraparte del empresario en las operaciones de mercado. En otros términos, ¿está justificado que un empresario engañe mediante la publicidad a otro empresario?, según la consideración dominante sólo habría de ser protegido contra el engaño publicitario un sector determinado de consumidores, cabalmente definidos por su condición de no- empresarios. De otra parte, si se considera que las estrategias empresariales subvierten la jerarquía de las necesidades y, sobre todo, comprometen valores imperantes en la sociedad que, por lo mismo, deben ser considerados “bienes públicos” cuya protección se atribuye al Estado, no parece congruente con esta premisa, cuya exactitud, por cierto, es más que dudosa, limitar las normas jurídicas relativas a tales estrategias a los casos en que afecten tan sólo a un sector determinado de los consumidores.

ii) Contratos. Sobre la contratación se manifiestan también los principios jurídico-públicos expresivos de la “política del bienestar”. El contrato es origen de la relación entre el empresario y los consumidores o usuarios de sus productos o servicios. Es conveniente en éste punto decir de una vez por todas que por puras razones semánticas de fácil comprensión a la figura designada como consumidor ha de emparejarse la figura del usuario; por lo tanto, seguiremos el uso de hablar sólo del consumidor en el bien entendido de que con éste término se acoge tanto al que adquiere para consumir como al que adquiere el uso de un bien no consumible por el uso. Debe además notarse que, en ocasiones, la preocupación por la tutela lleva a las normas a considerar consumidor al que usa de hecho un bien aunque él no sea quien lo haya adquirido (por ej., en relación con productos destinados a menores).

Es innegable que la protección de los consumidores constituye una preocupación general; en el ámbito de la Unión Europa se puso de manifiesto ya en 1975, a partir de un Programa Preliminar que recoge los llamados derechos fundamentales de los consumidores y expresa la conveniencia de unas políticas de protección de esos derechos. En los sucesivos Tratados de la Unión se hace manifiesta esa preocupación.

En nuestra propia doctrina iusprivatista se venía resaltando que el consumidor resultaba ser la parte débil en la relación contractual establecida con el empresario debido al efectivo “poder de mercado” que ejerce el empresario y del que el consumidor carece. De ahí que se postulara que el poder público tomase medidas capaces de proteger eficazmente al consumidor tanto mediante la imposición de normas imperativas sobre el contenido de los contratos como por la promoción del asociacionismo entre consumidores a fin de que puedan ir cobrando una posición de paridad con el empresario e incluso les sea factible, a partir de sus organizaciones, ejercitar sus derechos frente a los empresarios sin los riesgos inherentes a la “paradoja” de Olson que toma expresión en el “dilema del prisionero”.

Al hilo de éstas concepciones se han ido promulgando en España, desde los años 80 del pasado siglo, numerosas normas que tienen como fin común la defensa del interés de los consumidores. Desde esas normas y para un sector de doctrina habría de constituirse una nueva categoría sistemática o dogmática del “derecho del consumo” como tertium genus entre el derecho civil y el derecho mercantil de contratos y regido por unos principios generales propios entre los que destacaría la regla pro consumatore50. No es ésta la opinión dominante en la doctrina española que más bien se inclina por no considerar posible la organización de una categoría dogmática del “derecho del consumo”. Ésta segunda posición es la que parece correcta. Normas específicas que han podido llegar a determinarse en razón de la protección de intereses de consumidores se van afianzando y reconociendo como normas apropiadas para todos los contratos cualquiera sea las condiciones subjetivas de las partes, lo que avala la convicción de que esas normas a que me refiero no eran desde su origen sino determinación de principios generales ya operantes en relación con todas los obligaciones contractuales. Por lo mismo, me reitero en la consideración de que la mayoría de las reglas que se han considerado como específicas de la protección del consumidor supone en realidad una aplicación de principios ya clásicos del derecho contractual51.

Esta posición es adoptada sin ningún género de duda por el Proyecto de Marco Común de Referencia (DCFR)52 relativo al derecho contractual europeo elaborado a partir de una Comunicación de la Comisión (de Bruselas) al Parlamento y al Consejo (europeos) de 12 de febrero de 2003. Planteándose los redactores del Proyecto la cuestión del tratamiento de la protección de consumidores en el ámbito contractual, optan por unificar el tratamiento del derecho de contratos sin perjuicio de establecer normas específicas para los supuestos en los que la presencia de un consumidor sea relevante53. Así también se manifiesta para España la Sección de Derecho Mercantil de la Comisión General de Codificación en su “Propuesta de Anteproyecto de Ley de Modificación del Código de Comercio en la parte general sobre contratos mercantiles y prescripción y caducidad” del año 2006.

iii) La responsabilidad del empresario. La tercera área en la que la figura del consumidor se estima de transcendencia para el derecho es la de la responsabilidad del empresario. La preocupación por la responsabilidad civil extracontractual del empresario no es ni mucho menos cosa de ayer. Sin ir más lejos el Código civil español se ocupa de la materia especialmente en su artículo 1903 si bien también le alcanza lo establecido en el artículo 1908 del mismo Código.

No hay que decir que dichos preceptos hacen responsable al empresario frente a cualquiera que haya sido la victima por la reparación del daño o lesión sufrida a causa de su actividad empresarial; esa responsabilidad le alcanza también cuando los actos u omisiones se deban a sus “dependientes” o “auxiliares”. La generalidad con que se concibe la responsabilidad civil extracontractual del empresario es la mejor garantía jurídica para toda persona que sufra una lesión en el orden patrimonial o incluso en el orden moral propios.

Si se plantea la cuestión de la responsabilidad en el contexto de la protección de consumidores ello sólo puede deberse a que se estime que existen motivos justificados para atribuir responsabilidad al empresario en circunstancias distintas y no cubiertas por las reglas del Código civil. Como, de acuerdo con lo que hemos dicho, la cobertura que prestan los preceptos de ese cuerpo legal alcanza sin excepción a cualquier sujeto, las especialidades de que ahora puede tratarse sólo es posible predicarlas respecto de circunstancias objetivas que las normas prevean como elementos normativos suyos. Y esto sólo puede concebirse en relación con la lesión padecida por las victimas sea en cuanto al daño a bienes que no pueden quedar cubiertos por las valoraciones del Código civil o sea en atención a que los requerimientos de las normas codificadas resultan inapropiados para el tiempos presente.

Empezando por éste segundo aspecto, la inadecuación del régimen de responsabilidad de los artículos 1903 y 1908 del Código civil podría acaso mantenerse54 sobre la base tanto del principio culpabilista de la responsabilidad como de la necesidad probatoria de la producción de un daño y de la relación de causalidad entre el acto u omisión del sujeto imputable y el daño efectivo, que son las exigencias que la jurisprudencia tiene establecidas en términos generales en relación con la responsabilidad por el ilícito civil. Sin embargo hace tiempo que el Tribunal Supremo español, a causa precisamente de las actividades arriesgadas, e incluso peligrosas, que se han de emprender para satisfacer demandas existentes en la sociedad actual, ha consolidado una jurisprudencia que, sin negar el carácter culpabilista de la responsabilidad civil en términos generales, invierte la carga probatoria sobre la diligente actuación del causante del daño, es decir, del empresario en su caso55. Ésto no significa sin embargo que no sea pertinente establecer una responsabilidad objetiva para el caso de que el daño se produzca con motivo de los productos defectuosos que se ponen en el mercado. A esta consideración responde la tradición, prácticamente extendida en todos los países, de hacer responsable al fabricante por los daños causados por los productos defectuosos.

Como es absolutamente lógico, con lógica jurídica, la responsabilidad del fabricante por productos defectuosos no se limita a la lesión que sufran los consumidores sino que acoge todas las lesiones que se sigan para el que utiliza dichos productos con independencia de sus condiciones subjetivas y de que sean o no adquirentes del producto56.

La institución de la responsabilidad civil extracontractual con las adaptaciones introducidas por la jurisprudencia más reciente resulta satisfactoria en todo caso y, por consiguiente, no existe ninguna necesidad de diferenciar entre sectores de consumidores, dado que, en último término, el empresario ha de ser responsable según las reglas generales ante cualquier otro que sea víctima de sus actos u omisiones anti-jurídicos. En todo caso además, y por contraste con la “responsabilidad social empresarial” según se vio en el epígrafe 2.2, el tratamiento de la responsabilidad civil extracontractual respeta en su integridad el derecho de propiedad como rector del orden social y fundamento de un orden político de libertad.

Llegados a éste punto, puede concluirse que resulta tan desacertado como inútil pretender homogeneizar intereses de consumidores capaces de configurarlos como stakeholders porque sólo es posible mediante una múltiple segmentación de aquellos que realizan actos de consumo en sentido económico sobre la base de atribuirles a priori arbitrarias condiciones supuestamente justificadoras de la imposición coactiva de exigencias en el orden económico y en el jurídico que se muestran como absolutamente disfuncionales.

V. Conclusiones [arriba] 

Como hemos repetido a lo largo de éste trabajo la noción de consumidor responde esencialmente al campo de la economía en cuanto que hace referencia al acto de consumo distinto al acto de producción. En éste plano consumidor y empresario se distinguen cabalmente por adoptar cada uno posiciones diferentes en el mercado. La diferencia sin embargo no sólo no representa oposición o antagonismo sino que manifiesta una relación entre los dos protagonistas que, socialmente hablando, significa cooperación o, como ahora se dice, solidaridad entre ellos. Así nos lo enseña la doctrina económica más solvente que, por otra parte, no hace sino reflejar la realidad de los que se deduce de la naturaleza de las cosas.

La acción central en la actividad económica es el cambio; al cambio se ordena la acción productiva, la acción del empresario en suma. El cambio implica cooperación y servicio57. Naturalmente el cambio tiene como presupuestos la división del trabajo y el derecho de propiedad.

El acto de producción, pues, está por su propia naturaleza al servicio de quienes están necesitados de los bienes producidos. No se concibe un acto de producción sin referencia a un acto de consumo. Cuando el cambio es indirecto, es decir, mediado por el dinero, la suma que entregue el consumidor al productor a cambio del bien supone también un servicio para éste en cuanto que integra el beneficio o ganancia que incitó al acto de producción así como el valor que equilibra las reciprocas prestaciones. Concebido el acto de producción como insertado en una cadena de actos de esa naturaleza, esto es, en el terreno de una actividad empresarial, ésta sólo se emprenderá razonablemente cuando el empresario haya podido calcular su resultado, para lo que necesariamente ha de contar con la información que le suministra el mercado mediante el sistema de precios que cristaliza los deseos o necesidades que pueden ser remediadas con la acción empresarial. En éste sentido, y pese a lo que suele decirse, el consumo orienta la producción58. En este modo de considerar la actividad económica tiene pleno sentido, por resultar no menos plenamente operativo, el principio de “soberanía del consumidor”.

Los posibles obstáculos al juego limpio del mercado, que han de considerase fraude, deben ser objeto de represión por parte del derecho penal.

El sistema económico, pues, no conoce más que a un consumidor, y viene definido por la única nota caracterizadora de realizar el acto de consumo en el mercado en relación con el empresario. Así debe considerarlo, por lo pronto, el derecho mercantil como sector jurídico ordenador de las relaciones e instituciones del sistema económico. Por lo tanto, una noción de consumidor cargada de notas que concretan su supuesta posición jurídica en antagonismo con la del empresario contradice la correcta interpretación de la acción económica desde el punto de vista intelectual, que nos presenta la acción de cambio indirecto en un mercado como acción servicial y de cooperación. A partir de éste error profundísimo se sigue ya un cortejo de errores. De entre éstos errores, no es ni mucho menos el menor, la proliferación de normas formalmente integrantes del Ordenamiento jurídico tendentes a regular –significativamente se habla de “derecho regulatorio”- hasta los más nimios aspectos de la acción de los operadores económicos –tanto empresarios como consumidores- que por su carácter coercitivo son causa de la pérdida de libertad de los sujetos con la consiguiente corrupción del sistema económico que será incapaz entonces de producir sus fecundas consecuencias personales y sociales.

En relación con el objeto de este trabajo y por las mismas razones aducidas, la configuración de los consumidores como stakeholders o no significa nada o no debe admitirse. Nada significará si se consideran stakeholders los portadores de un interés que ha tenido que ser ponderado en el curso de la acción del empresario y en el proceso de toma de sus decisiones. Y no significará nada porque nada añade a lo que constituye la entraña y razón de ser de la acción empresarial. De hecho, pues, quien insiste en tener a los consumidores como stakholders es porque desconoce la verdad acerca de la acción empresarial, lo que no debe ser aceptado59. Si la consideración como stakeholders se utiliza en el marco de una estrategia normativa, entonces o bien se mantiene en el terreno de la ética o bien se la dota de valor jurídico. Con lo primero es, a mi juicio, inconsistente que las valoraciones impuestas por la consideración de los stakeholders se incorporen a “códigos de buenas prácticas” o se propongan bajo cualquier forma de soft-law que de hecho impliquen una coacción social, porque, entre otra cosas, así se dará al traste con su naturaleza ética, por esencia adscrita a la libertad del hombre para adherirse al bien; si la responsabilidad social empresarial se acoge por las instituciones jurídicas correspondientes, la intromisión coactiva en la esfera de la economía cercenaría su capacidad para la producción de sus benéficos efectos.

 

 

Notas [arriba] 

* Catedrático emérito de Derecho Mercantil de la Universidad Complutense de Madrid. Abogado.

1 Sobre los modos de concebir el derecho mercantil y aquel por el que me inclino, véase mí Prólogo a Valpuesta, Eduardo. Sociedades anónimas y de responsabilidad limitada: legislación concordada, jurisprudencia y bibliografía, Thomson-Civitas, Cizur Menor, 2007.
2 Son varias las obras en que, desde 1983, Edward Freeman se refiere a los stakehorders. Sobre el particular, escudero Poblete, Gastón. bien común y stakeholder. La propuesta de Edward Freeman, Eunsa, Pamplona, 2010. Esta obra que tuvo su origen en la tesis doctoral del autor defendida en la Universidad de Navarra en 2009, da cumplida y excelente cuenta de las correcciones que el propio Freeman ha venido introduciendo en su concepción inicial sin perjuicio de conservar su núcleo esencial.
3 Freeman, Edward con Reed, David. “Stockholders and Stakeholders: A New Perspective on Corporate Governance” en: california management review, Spring 25 (3), pp- 88-106; freeman, Edward. Strategy management: a stakeholders approach, Pitman, Boston, 1983.
4 Citaré tan solo: freeman, Edward. “Ethical Leadership and Craating Value for Stakeholders”, en Robert, A., Perterson y Ferrel (eds), business Ethics, 2004.
5 Sobre la autonomía de las esferas o los distintos “ordenes” “tecnocientífico”, “jurídico-político” y “moral” resulta sumamente provechosa la lectura de Comte-Sponville, André. El capitalismo, ¿es moral?, Paidos, Barcelona, 2004; para entender el sentido y el alcance de esa autonomía desde un punto de vista profundo por comprender todas las vertientes del hombre resulta indispensable Rhonheimer, Martin. Cristianismo y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja, Rialp, Madrid, 2009.
6 Embid, José Miguel. “La responsabilidad social corporativa ante el Derecho Mercantil” en cuadernos de derecho y comercio, nº 42, 2004, pp.11-44.
7 Las expreso en “Sobre la responsabilidad social empresarial” artículo preparado para Procesos de mercado, en prensa.
8 No son necesarias aquí otras consideraciones relativas al tratamiento jurídico de la responsabilidad contractual y extracontractual.
9 Se aprecia el vínculo de la responsabilidad social empresarial con la teoría del “coste social” de Coase que, sostenida sobre una inaceptable idea maximizadora de la propiedad, supone en realidad un poderoso ataque a los sistema económico y jurídico que tienen como piedra angular de su armazón al derecho de propiedad en cuanto tal; véase Walter Block en Ravier, Adrian. La Escuela austriaca desde adentro. Historias e ideas de sus pensadores, VOL I., Unión Editorial, Madrid, 2011, pp. 210 y s.
10 Libro Verde – Fomentar un marco europeo para la responsabilidad social de las empresas, COM (2001) 366, Julio de 2001 http:// eur-lex.europa.eu/ LexUriServ/ site /es/com/2001 /com2001_0366es01. pdf; Comunicación de la Comisión relativa a la responsabilidad social de las empresas: una contribución empresarial al desarrollo sostenible, COM (2002) de Julio 2002 http://eur-lex.europa.eu/ LexUriServ/LexUriServ.do?uri=COM:2002:0347:FIN:es:PDF; el Pacto Mundial de las Naciones Unidas del año 2000 se propuso “sincronizar la actividad y las necesidades de las empresas con los principios y objetivos de la acción política e institucional de las Naciones Unidas” .
11 Ley 15/2010, de 9 de diciembre, de responsabilidad social empresarial en Extremadura; Ley (estatal) 2/2011, de 4 de marzo, de Economía Sostenible.
12 Véanse zapatero, Pablo. Derecho del comercio global, Madrid, 2003; VV.AA. La crisis de las fuentes del derecho en la globalización, Bogotá, 2011.
13 de La cuesta rute, José María. “Algunas reflexiones sobre el fenómeno de la autorregulación”, en revista de derecho bancario y bursátil, nº94, 2004, pp. 87-115; de La cuesta rute, José María. “Un límite al poder autorregulador y autocontrol de la publicidad. La sentencia de la Audiencia de Madrid de 24 de mayo de 2004”, en cuadernos de derecho y comercio, nº43, 2005, pp.11-35; de La cuesta rute, José María. “Un límite al poder autorregulador de la publicidad derivado del derecho de la competencia. A propósito de la resolución del Tribunal de defensa de la competencia de 20 de enero de 2004”, en revista de derecho mercantil, nº 256, 2005, pp.675-697; de La cuesta rute, José María. “La autorregulación como regulación jurídica”, en REAL PÉREZ, Alicia y otros, códigos de conducta y actividad económica: una perspectiva jurídica, Madrid, 2010, pp. 31-54; de La cuesta rute, José María y Nuñez Rodríguez, Enrique. “Sobre la autorregulación de la publicidad y la competencia mercantil”, en comunicaciones en Propiedad Industrial y derecho de la competencia, nº45, 2007, pp. 95-128.
14 Véanse leyes españolas citadas en nota 11 anterior; también, VV.AA. El balance Social de la empresa y las Instituciones
financieras, Banco de Bilbao, Madrid, 1983.
15 Argandoña Rámiz, Antonio y Von WeLtzein, Hoivik (2009). “Corporate social resposibility: one sixe does not fit all. Collecting evindence from Europe”, en http:// www.profesionalesetica.org/ 2010/02/22/ argandona-y-von-weltzein-en-la-rse-no-hay-una-solucion-que-valga-para-todo/.
16 En los Ordenamientos como el español en que subsiste el derecho mercantil como sector del derecho privado distinto del civil, lo que se dice en el texto ha de ser matizado puesto que también sobre el fenómeno empresarial inciden normas del sector del derecho de familia que, como es natural, se contienen en el Código Civil; véanse los artículos del 6 a 12 del Código de comercio así como, por ejemplo, los artículos 1360 y 1389 del Código Civil.
17 Kirzner, Israel. Competencia y empresarialidad, 2ª edición, Unión Editorial, Madrid, 1998.
18 Uría, Rodrigo. Derecho mercantil, 28º ed. Marcial Pons, Madrid, 2002, pp.33 y ss.
19 Sánchez Calero, Fernando, y Sánchez-Calero, Juan. Instituciones de derecho mercantil, Vol. I, 33ª ed., Thomson-Aranzadi, Cizur Menor, 2010, p. 101.
20 Con lo dicho en el texto no se está tomando partido sobre la procedencia o no de la “teoría contractual de la empresa” que, enunciada inicialmente por Coase, Ronald H., en 1937 (“La naturaleza de la empresa”, en Económica nº 4 (1937), reproducido en La empresa, el mercado y la ley, Alianza Editorial, Madrid, 1994, pp.33-49), parece extraer al establecimiento del ámbito del mercado; en todo caso, ha de tenerse en cuenta que las relaciones en torno a los factores del establecimiento son también relaciones establecidas a partir del mercado según nos enseñaron Alchian, Armen y Demsetz, Harold. “Production, Information, Costs and Economic Organization” en American Economic review, LXII, 5 (1972), pp.777-795. Así lo hace explicito Schwartz, Pedro. Empresa y Libertad, Unión Editorial, Madrid, 1981, pp. 158 y ss.
21 Puesto que lo esencial en la idea de empresa económica está en la acción creativa del sujeto, la concepción de la empresa de dicho carácter se subsume en el concepto que en el idioma español se ha unido siempre el término empresa, según se deduce la primera acepción de dicho término en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua.
22 Las relaciones laborales son objeto de una rama propia llamada Derecho Laboral o del Trabajo disgregada del ámbito del derecho civil por el carácter privilegiado de sus normas. Véase de castro y bravo, Federico. Derecho civil de España, 3era ed., Tomo I, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1955, p.140.
23 En las sociedades personalistas todos los socios arriesgan la integridad de sus patrimonio personal si se trata de una sociedad regular colectiva o, en el supuesto de una sociedad comanditaria los socios de éste carácter arriesgan el capital aportado mientras que los socios colectivos arriesgan también ahora la totalidad de su patrimonio personal.
24 Kirzner, Israel. 1998, pp. 66 y ss.
25 Contra el dicho popular de que “lo que abunda, no daña”, entiendo que en el campo del derecho la experiencia avala la opinión de que lo aparentemente inútil, es siempre perturbador.
26 González Esteban, Elsa. “La teoría de los stakeholders. Un puente para el desarrollo práctico de la ética empresarial y de la responsabilidad social corporativa” en Veritas. Revista de filosofía y teología. Vol. II, nº 17, 2007, pp. 205-224, especialmente página 210.
27 A lo sumo en cada momento histórico y por motivos de variada índole pueden tenerse por establecidos ciertos intereses así como quienes sean sus portadores. Un ejemplo está en la protección del medio ambiente. Sin perjuicio de volver sobre la cuestión, lo que se afirma en el texto no deja de ser cierto. Y cabalmente por la situación de ignorancia del sujeto respeto de todas las consecuencias de su acción, se da ocasión a que, quien pretende poseer el conocimiento que supera esa ignorancia imponga cualquier cosa como el interés que portan determinados sujetos. Esto es especialmente cierto respecto de los llamados “bienes públicos” sobre los que se supone recaen unos intereses difusos. No hay que decir que esa imposición será siempre arbitraria y ejercicio del poder desnudo. Para esclarecer la razón por la que sostengo el carácter arbitrario del cualquier imposición en este terreno, básteme señalar que la ignorancia sobre ulteriores consecuencias de la acción también opera respecto de las acciones que se sujeten a las predicciones e imposiciones para salvaguardar supuestamente esos difusos intereses.
28 En el caso al que el texto se refiere todavía puede distinguirse según que la propuesta de gestión estratégica se mantenga en los límites de una técnica adecuada para aumentar el “capital reputacional” de la empresa o, dando un paso más se proponga como un paradigma de diligencia con el que medir el “buen gobierno” empresarial. Aun cuando ésta interesantísima cuestión nos aleje del objetivo de nuestro presente estudio, acaso convenga señalar que con relación a ella encontramos posiciones en la doctrina y en la práctica de los negocios que o bien se refieren al stakeholding como algo perteneciente al campo de la mera “cosmética” o bien lo incluyen en ese difuso y ambiguo mundo del soft-law en el que se desarrollan los “códigos de buenas prácticas”. Fundamentalmente con referencia a ésta segunda posición se manifiesta la ambigüedad de la llamada responsabilidad social empresarial, puesto que el instrumento de los códigos citados parece prestar un barniz de normatividad que aproximaría el punto de vista favorable a la gestión estratégica al que la asimilaría a la gestión normativa, que es propiamente, a mi juicio, donde se puede hablar, sin ofensa para la semántica al menos, de responsabilidad social empresarial y, en este sentido, es donde se cuestiona la consistencia del planteamiento con el derecho mercantil. De aceptar que la propuesta de gestión estratégica puede adscribirse de algún modo a la responsabilidad social empresarial en su vertiente normativa ya no podría tenerse por inocua.
29 Frente a las tan manidas como erróneas reiteraciones sobre el poder fáctico de los empresarios, se alza infatigablemente, en el plano incluso meramente divulgativo, el admirado profesor Carlos Rodríguez Braun.
30 Véase, O´Driscoll, Gerarld Jr., y Rizzo, Mario. La economía del tiempo y de la ignorancia, Unión Editorial, Madrid, 2009.
31 Aun cuando el maestro Garrigues, Joaquín en su curso de derecho mercantil, 2ª ed. Vol. I, Madrid, 1955, pp.169 y ss., extraía a la clientela de las expectativas, puede considerarse que ella misma constituye una expectativa según la noción precisamente suministrada por el propio Garrigues.
32 La disciplina de la competencia desleal no protege directamente el interés del empresario en mantener intocado su establecimiento y los bienes que lo integran aunque indirectamente así resulte. Lo expresé así en régimen jurídico de la publicidad, Tecnos. Madrid, 1974, pp. 208 y ss.
33 La reserva que se apunta en el texto viene inducida por el nudo de cuestiones que suscita la existencia de un derecho mercantil como sector del derecho privado separado del derecho civil.
34 Los subrayados en el texto y su idea central en girón, José. Tendencias generales en el derecho mercantil actual (Ensayo interdisciplinario), Real Academia de Legislación y Jurisprudencia. Madrid, 1985, pp.103 y ss.
35 Por todos, Vicent Chulia, Francisco. Introducción al derecho mercantil, 21ª ed., Tirant Lo Blanch, Valencia, 2008, pp.56-ss.
36 Rubio García-Mina, Jesús. Introducción al derecho mercantil, Ediciones Nauta, Barcelona, 1969.
37 Menéndez Menéndez, Aurelio. Constitución, sistema económico y derecho mercantil, Cantoblanco, Madrid, 1982.
38 Diez-Picazo, Luis y Gullón, Antonio. Sistema de derecho civil, Tomo I, 11va. ed., Tecnos, Madrid, 2003, p.203.
39 Resulta sumamente expresiva la idea de Garrigues referida precisamente al comerciante como supuesto sujeto del derecho mercantil en torno al que se pretendía construir el concepto de éste. Criticaba el maestro el concepto legal español de comerciante por ser “único e indivisible” porque, según él decía, “en derecho español se es comerciante o no; como se es casado o soltero” (1955), pág. 227.
40 Como se ve demasiadas suposiciones gratuitas y demasiadas pretensiones imposibles de ser alcanza- das; y ello a trueque de sacrificar el principio del derecho de igualdad de todos ante sus normas con la consiguiente generalización de su aplicación. Si el derecho abdica de ese principio, el supuesto orden que resulte de las leyes, que serán arbitrarias, no será propiamente jurídico. Las suposiciones y pretensiones a que el texto se refiere derivan de posiciones ideológicas que, incapaces de ver al hombre en su unitaria naturaleza, no sólo segmentan a la sociedad sino que también fragmentan a la persona.
41 Bercovitz rodríguez-cano, Alberto. Apuntes de derecho mercantil. 9na ed. Thomson-Aranzadi, Cizur Menor, 2008, pp. 139 y ss.
42 de La cuesta rute, José María. “La publicidad y el sistema económico constitucionalizado”, en Procesos de mercado. Revista Europea de Economía Política. Vol. V, nº 1, 2008, pp. 223-241.
43 Véase nota anterior.
44 Un mercado es contestable cuando “1) no existen barreras de entrada ni barreras de salida. 2) todas las empresas tienen acceso a la misma tecnología de producción, tanto las empresas implantadas como las potenciales entrantes. 3) la información sobre precios es completa y está disponible para todos los consumidores y todas las empresas. 4) se puede entrar en el mercado y salir del mismo antes de que las empresas que operen en él puedan ajustar sus precios” (pascuaL, Vicente. diccionario de derecho y economía de la competencia en España y Europa, Civitas, Madrid, 2002, pp. 165 y 2).
45 La crítica de semejante transvase metodológico en Hayek, Friedrich, La contrarrevolución de la ciencia, Unión Editorial, Madrid, 2003.
46 En este sentido, Kirzner, Israel. “Los objetivos de la política anti-trust”, en Información comercial Española, nº775, 1998.
47 Véase nota 46 anterior.
48 Véase Villafañe, Justo y otros. La reputación corporativa, Pirámide, Madrid, 2000.
49 Gondra, José María. Derecho mercantil I. Introducción, Facultad de Derecho UCM, Madrid, 1992, pp.87-110; Fernández
de La gándara, Luis. “Política y derecho del consumo: reflexiones teóricas y análisis normativo” en Estudios sobre consumo, nº34, 1995, pp. 23-40.
50 Aun cuando ha de reconocerse que no se puede tener por consolidada la categoría dogmática del “derecho del consumo”, se muestran partidarios de ella, entre los civilistas, Martínez de Aguirre, Carlos, “Transcendencia del principio de protección a los consumidores en el derecho de obligaciones”, en anuario de derecho civil, 1994, pp.33-89; Ídem. “Comentarios a la Ley General para consumidores y usuarios” en Bercovitz, Rodrigo y otros, comentarios a la Ley general para consumidores y usuarios, Madrid, 1992, pp.120 y ss.; García Cantero, Gabriel. “Integración del derecho del consumo en el derecho de obligaciones” en revista jurídica de navarra, nº13, 1992, pp.37 y ss.; Fernández de La gándara, Luis, 1995, pág. 34.
51 de La cuesta rute, José María. “Marco general de la contratación mercantil” en de La cuesta rute, José María y otros, contratos mercantiles, 2ªedición, T. I, Bosch, Barcelona, 2009, pp.3-160; en el mismo sentido, Recalde Castells, Andrés Juan. “El derecho de consumo como derecho privado especial” en Tomillo, Jorge y otros, El futuro de la protección jurídica de los consumidores, Thomson- Civitas, Cizur Menor, 2008, pp.537-567.
52 STUDY GROUP ON A EUROPEAN CIVIL CODE y RESEARCH GROUP ON EC PRIVATE LAW (ACQUIS GROUP). Principles. definitions and model rules of European Private Law. draft common frame of reference (dcfr). full Edition, Sellier European Law Publishers, Munich, 2009.
53 de La cuesta rute, José María en el Prólogo a Valpuesta, Eduardo y otros. Unificación del derecho patrimonial europeo, Bosch, Barcelona, 2011, pp.7 y s; ídem “Sobre la unificación del derecho privado patrimonial en Europa” en vaLpuesta gastaminza, Eduardo y otros, 2011, pp. 23-59, especialmente pp. 29 y ss, y 37-39.
54 Así Fernández de La gándara, Luis. “Política y derecho del consumo: reflexiones teóricas y análisis normativo” en Estudios sobre consumo, nº34, 1995, pp. 27 y ss.
55 Sigue siendo indispensable además de refrescante, la lectura de Rubio García-Mina, Jesús. La responsabilidad civil del empresario, Madrid, 1971. Tratándose del Discurso leído para su ingreso en la Real Academia de Legislación y Jurisprudencia, es igualmente provechosa la lectura del Discurso de Contestación de Federico de Castro.
56 La ”responsabilidad civil por bienes o servicios defectuosos” se recoge en la actualidad en el Ordenamiento español en el
Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de Consumidores y Usuarios y otras Leyes Complementarias aprobado por R-D Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre. Importa ver el texto legal para apreciar la diferencia fundamental que existe entre la responsabilidad por “daños causados por productos” a que se destina el Capítulo Primero del Título II del Libro Tercero de la ley citada y la responsabilidad “por daños causados por otros bienes y servicios” a que se destina el Capítulo II del mismo Título II del mismo Libro Tercero de la citada ley, especialmente significativos resultan los artículos 135 y 147 del repetido texto legal.
57 Bastiat, Frédédric. armonías económicas, Instituto Juan de Mariana, Madrid, 2010, pp.80 y ss.
58 La afirmación que se hace en el texto suele negarse en consideración a las estrategias de marketing y de publicidad que
se consideran creadoras de necesidades “artificiales” distorsionadoras de una vida económica adecuada. Ya Hayek señalo la inconveniencia de considerar ciertas necesidades como artificiales por el hecho de que hayan sido sugeridas y no espontáneamente sentidas. En definitiva, ¿qué autoridad puede existir con capacidad para determinar cuáles sean necesidades naturales o artificiales y en relación a que circunstancias deben priorizarse unas necesidades respecto de otras? La aceptación, explícita o implícita, de una escala de preferencias por razones objetivas supone, lisa y llanamente, la negación de la libertad personal; lo que dicho sea de paso niega, como es obvio, la condición de la persona como ser moral.
59 Como he advertido antes, en derecho lo aparentemente inútil es perturbador. No es ni mucho menos indiferente aceptar para los consumidores la “teoría de los stakeholders” como puede pensarse ante el hecho de que por la naturaleza de las cosas esa teoría es ya operativa en nuestro campo, y no es inútil porque la insistencia de la aplicación de la repetida teoría fortalecerá el error potenciándolo en todas sus implicaciones jurídicas, económicas, sociales y políticas.



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